Han pasado más de dos meses desde que el Ministerio de Hacienda le dio un "portazo" al Colegio San Ignacio Alonso Ovalle. Lo que comenzó en junio como una negativa administrativa a una solicitud de beneficios tributarios, hoy, a inicios de agosto de 2025, se ha transformado en un debate nacional de fondo. Mientras el recurso de protección del colegio sigue su curso en tribunales, la discusión pública ya abandonó los pasillos judiciales para instalarse en el corazón de una pregunta incómoda para el modelo chileno: ¿Dónde termina la filantropía y dónde empieza la responsabilidad del Estado?
La historia es, en apariencia, simple. El emblemático colegio jesuita, una institución particular pagada, buscó que su histórico programa de becas —diseñado para integrar a estudiantes sin importar su capacidad de pago— fuera reconocido como una entidad donataria. Esto permitiría a sus benefactores acceder a franquicias tributarias. La respuesta de Hacienda fue tajante: la iniciativa carecía de "beneficio público".
La decisión del gobierno detonó una controversia que expone dos lógicas que, aunque persiguen un fin similar —una sociedad más integrada—, operan desde veredas opuestas.
Por un lado, está la visión del Colegio San Ignacio, articulada por su director, Paul Mackenzie S.J. En una carta pública, argumentó que el gobierno confundía el fin: las donaciones no eran para el colegio, sino para un sistema de becas que deliberadamente busca romper la endogamia de la élite. "En un contexto de colegios particulares-pagados que suelen ser espacios cerrados, con escasa diversidad, los colegios jesuitas llevamos décadas intentando vivir mayor integración", señaló. Desde esta perspectiva, el esfuerzo es un bien público tangible: una iniciativa privada que asume una tarea que el Estado no ha logrado resolver, generando un espacio de encuentro en un país profundamente segregado. La pregunta que dejan en el aire es pragmática: ¿No es valioso apoyar cualquier esfuerzo que genere integración, venga de donde venga?
En la vereda contraria se encuentra la lógica del Estado y la política pública. Aunque el gobierno no ha detallado públicamente su razonamiento, la negativa se fundamenta en un principio de ortodoxia fiscal y de rol estatal. Para la autoridad, los recursos públicos —y una exención tributaria es, en efecto, un gasto fiscal— deben priorizar el fortalecimiento del sistema de educación pública, accesible para todos, y no subsidiar programas, por bienintencionados que sean, dentro de instituciones privadas de élite. Permitirlo, argumentan analistas de políticas públicas, abriría una puerta peligrosa: la de un modelo donde el Estado termina validando con beneficios fiscales la "caridad" de los privilegiados para mitigar los efectos de un sistema que ellos mismos sostienen. El riesgo, señalan, es legitimar un modelo de integración por goteo en lugar de una transformación estructural.
El caso ha trascendido al colegio y al gobierno. Se ha convertido en un espejo que obliga a Chile a mirarse. Expertos en educación y sociólogos han intervenido en el debate, advirtiendo que la discusión no es sobre las buenas o malas intenciones de los jesuitas, sino sobre la sostenibilidad y justicia del modelo. ¿Es deseable que la integración social dependa de la filantropía de exalumnos y familias pudientes? ¿O es una señal de la renuncia del Estado a garantizar una educación de calidad y diversa como un derecho universal?
Esta controversia ha obligado a otros colegios particulares con programas similares a observar en silencio, mientras el gobierno enfrenta presiones para definir con mayor claridad sus criterios de "beneficio público". El debate ha evolucionado. Ya no se trata de si el San Ignacio debe o no recibir un beneficio, sino de qué tipo de pacto social quiere construir Chile.
El fallo judicial sobre el recurso de protección será un hito en esta historia, pero no su final. La verdadera resolución no vendrá de un tribunal, sino de la capacidad del sistema político y la sociedad civil para responder a la pregunta que este caso ha dejado flotando: ¿Cómo se construye una sociedad más justa? ¿Con la suma de iniciativas privadas bienintencionadas o con una política pública universal que garantice derechos para todos por igual? Por ahora, el tema sigue abierto, y su desarrollo marcará la pauta de la política educativa y social de los próximos años.