Hace dos meses, los titulares sobre secuestros en Chile parecían una serie de eventos inconexos, aunque alarmantes. Un fatal choque en Santiago tras una persecución, una retención en Las Condes originada en una app de citas, un ajuste de cuentas en Iquique. Hoy, en agosto de 2025, la distancia temporal permite conectar los puntos: Chile no enfrenta una ola de secuestros, sino la consolidación de un nuevo mercado delictual. Lo que ha madurado no es solo la investigación de cada caso, sino la comprensión de que el secuestro se ha transformado en un modelo de negocio que pone a prueba al Estado y ha comenzado a recalibrar la percepción de seguridad de los ciudadanos.
La relevancia actual del fenómeno no reside en las cifras absolutas, que el propio gobierno ha manejado con cautela, sino en la sofisticación y diversificación de sus métodos. El secuestro dejó de ser el crimen de alto perfil y planificación cinematográfica para convertirse en una herramienta táctica, adaptable y con distintas finalidades económicas y de control territorial.
La evolución de los hechos entre junio y agosto revela al menos tres modalidades que operan en paralelo:
La narrativa de que estos crímenes son obra de delincuentes comunes se desmorona al analizar a los detenidos. La constante aparición del Tren de Aragua y sus células satélites, como Los Gallegos en Arica, confirma la importación de un know-how criminal que era ajeno a la realidad chilena. La detención en julio de un exmiembro de la guardia bolivariana de Venezuela por su participación en secuestros añade una capa de complejidad: no se trata solo de bandas, sino de individuos con posible formación en tácticas de control y coerción.
Sin embargo, sería un error simplificarlo como un fenómeno exclusivamente extranjero. El caso de Santiago involucró a un chileno y un extranjero, lo que sugiere la formación de redes híbridas que combinan conocimiento importado con logística y conocimiento local.
La reacción institucional ha sido visible: detenciones en casi todos los casos mediatizados y la creación de equipos especializados como el ECOH de la Fiscalía. El discurso público del gobierno, a través del ministro Cordero, ha pasado de la sorpresa a un reconocimiento analítico del problema, admitiendo que el cambio en la composición del delito es más preocupante que el número bruto de incidentes.
No obstante, el debate de fondo sigue abierto y es incómodo: ¿están las instituciones preparadas para un desafío de esta naturaleza? La reorganización de Los Gallegos en Arica, incluso después de un mega juicio que condenó a 34 de sus miembros, demuestra la resiliencia de estas estructuras. El secuestro como negocio pone en jaque no solo a las policías, sino a la inteligencia financiera para seguir el rastro del dinero, a las unidades de ciberseguridad para patrullar el espacio digital donde se gestan las trampas, y al control fronterizo que sigue siendo poroso.
El tema, por tanto, no está cerrado. Ha evolucionado de una crisis de seguridad a un debate estratégico sobre las capacidades del Estado. Lo que se ha resuelto en estos dos meses es el diagnóstico: el secuestro se ha industrializado. Lo que queda por resolver es si la respuesta será capaz de desmantelar este nuevo mercado del miedo antes de que se integre permanentemente en el paisaje social chileno.