Hoy, 8 de agosto de 2025, marca el último día de Adriana Kugler como gobernadora de la Reserva Federal (Fed) de Estados Unidos. Su salida, y la inmediata nominación de Stephen Miran —un conocido crítico de la institución— para su puesto, no es un hecho aislado. Es el clímax de una ofensiva de 60 días, orquestada desde la Casa Blanca, que ha desmantelado en la práctica uno de los pilares de la arquitectura económica mundial: la independencia del banco central estadounidense. Lo que a principios de junio parecía una rabieta presidencial más, hoy se ha consolidado como una reconfiguración del poder, con consecuencias aún incalculables.
La historia de esta transformación comienza el 6 de junio. El presidente Donald Trump lanzó una campaña pública contra el presidente de la Fed, Jerome Powell, calificándolo de "desastre" y "estúpido" en redes sociales, mientras exigía un drástico recorte de las tasas de interés. Inicialmente, los mercados y analistas lo trataron como ruido político, confiando en la resiliencia institucional de la Fed, una entidad diseñada en 1935 precisamente para aislar la política monetaria de los caprichos políticos de corto plazo.
Sin embargo, la presión fue sistemática y multifacética. Para el 10 de junio, la administración ya estaba barajando nombres para el sucesor de Powell, a pesar de que su mandato finaliza en mayo de 2026. El mensaje era claro: Powell estaba en tiempo prestado. Los ataques se intensificaron durante todo junio, llegando a los insultos personales justo antes de la reunión de la Fed.
En julio, la estrategia cambió. Trump comenzó a utilizar la remodelación de 2.500 millones de dólares de la sede de la Fed como una posible "causa" para su destitución, una narrativa de "despilfarro" legalmente dudosa pero políticamente eficaz. Esto culminó con una visita presidencial sin precedentes al lugar de las obras el 24 de julio, un claro acto de intimidación.
Mientras Powell mantenía públicamente una postura firme, defendiendo la autonomía de la institución, la presión encontró grietas dentro de la junta de la Fed. La reunión del 30 de julio se convirtió en un punto de inflexión histórico. Por primera vez en más de tres décadas, dos gobernadores, Christopher Waller y Michelle Bowman, votaron en contra de la decisión del presidente de mantener las tasas de interés, alineándose con las demandas de la Casa Blanca. La presión externa había logrado crear un cisma interno. Los muros del templo fueron vulnerados desde dentro.
El acto final llegó rápidamente. El 1 de agosto, la gobernadora Adriana Kugler anunció su renuncia. Esta vacante inesperada le proporcionó a Trump la oportunidad perfecta. El 7 de agosto, nominó a Stephen Miran, un economista que ha criticado públicamente el "pensamiento de grupo" de la Fed y ha abogado por reformas para limitar su alcance. Con la probable confirmación de Miran por un Senado de mayoría republicana, la Casa Blanca se asegura una voz leal dentro del comité que decide el destino de la economía más grande del mundo.
Este episodio pone de manifiesto un conflicto fundamental de visiones.
La historia no ha terminado. La independencia de la Fed está ahora gravemente comprometida. El debate ha pasado de si la Casa Blanca puede influir en la Fed a cuánto lo hará. El próximo gran acontecimiento será la nominación del sucesor de Powell, con el disidente Christopher Waller ahora posicionado como uno de los principales candidatos.
Lo que ha ocurrido en los últimos 60 días es más que una batalla política; es un cambio fundamental en las reglas del juego. Se ha sentado un precedente que demuestra que incluso las instituciones económicas más poderosas e independientes son vulnerables a la voluntad política sostenida. El mundo observa ahora para ver el precio a largo plazo de transformar un templo de la ortodoxia económica en un instrumento de poder político.