Han pasado poco más de dos meses desde que la salmonera de capitales canadienses, Cooke Aquaculture, decidió llevar su disputa con la Superintendencia del Medio Ambiente (SMA) hasta la Corte Suprema. Lo que comenzó como un caso de presunta sobreproducción y daño ambiental en un centro de cultivo en Aysén, ha madurado hasta convertirse en el símbolo de una crisis más profunda y sistémica. Hoy, la pregunta que resuena en la industria, en los pasillos del poder y en las comunidades del sur austral no es si una empresa cumplió o no una norma, sino si las reglas para operar en el mar chileno son claras, estables y coherentes.
El conflicto, que se arrastra desde 2021, cristaliza la tensión: Cooke alega poseer todos los permisos sectoriales, obtenidos en los años 90, y acusa a la autoridad de cambiar los criterios de forma arbitraria. “Simplemente nos impiden trabajar”, declaró en junio su gerente general, Andrés Parodi. Por su parte, la SMA y el Tercer Tribunal Ambiental sostienen que existen antecedentes de daño y que la empresa no ha logrado desvirtuarlos. Este choque entre permisos históricos y exigencias ambientales actuales ha dejado a la industria en un limbo, donde la certeza jurídica parece tan frágil como los ecosistemas que la sustentan.
La paradoja se vuelve más aguda al mirar la política exterior chilena. En junio, mientras Perú firmaba el Tratado de Alta Mar, los medios internacionales destacaban a Chile como el primer país de Sudamérica en ratificarlo, consolidando una imagen de liderazgo en la protección oceánica. Sin embargo, esa medalla tiene un reverso opaco.
Casi simultáneamente, Greenpeace publicaba datos alarmantes: Chile encabeza el listado de muertes de ballenas por colisión con embarcaciones. Según cifras de Sernapesca analizadas por la ONG, entre 2009 y 2022, el 46% de los varamientos de estos cetáceos ocurrieron en la Patagonia, corazón de la industria salmonera. Solo en el primer semestre de 2025, se registraron tres ballenas muertas en áreas protegidas de la zona austral, cerca de centros de cultivo.
La conexión es ineludible. El modelo salmonero depende de un intenso tráfico marítimo para el transporte de insumos y producción, lo que aumenta el riesgo de colisiones y genera contaminación acústica que afecta a las especies marinas. “Por un lado celebramos que somos los primeros en firmar acuerdos internacionales y por otro, permitimos la presencia de industrias cuyas embarcaciones en las rutas migratorias de estos cetáceos producen colisiones”, señaló Silvana Espinosa, vocera de Greenpeace. Esta disonancia entre el discurso internacional y la práctica doméstica cuestiona la coherencia de un país que se proyecta como potencia oceánica.
La crisis de la salmonicultura no es un hecho aislado, sino un síntoma de un modelo de desarrollo extractivo que cruje en todo el territorio. En junio, la minera Albemarle alertó a la autoridad ambiental sobre los impactos en el Salar de Atacama, pidiendo con urgencia métodos más eficientes para la extracción de litio ante el descenso de los niveles de salmuera. A principios de agosto, un fatal accidente en la mina El Teniente de Codelco volvió a poner sobre la mesa la pregunta sobre la seguridad laboral y la priorización de la producción por sobre la vida.
Como reflexionaba un experto en prevención de riesgos en una columna para CIPER a raíz de la tragedia minera, la seguridad y la sostenibilidad no pueden ser vistas como “un costo adicional, sino como una inversión imprescindible”. Esta lógica es directamente aplicable a la salmonicultura. La incertidumbre regulatoria no solo afecta la inversión, sino que revela una falla estructural en cómo el Estado equilibra el fomento productivo con su deber de proteger el patrimonio natural y garantizar la seguridad de las operaciones.
Dos meses después del recurso de Cooke, el panorama es de una tensa espera. La decisión de la Corte Suprema sentará un precedente crucial sobre la validez de los permisos antiguos frente a las nuevas normativas ambientales. Sin embargo, una sentencia no resolverá la crisis de fondo.
Las consecuencias ya son visibles: judicialización de los conflictos, desconfianza de los inversionistas, daño ecológico tangible y una creciente presión de la sociedad civil que exige mayor rigurosidad. El tema ha dejado de ser un asunto técnico o legal para convertirse en un debate político de primer orden.
La pregunta que queda abierta es si Chile será capaz de construir un marco regulatorio que ofrezca certeza jurídica a las empresas, protección efectiva a los ecosistemas y legitimidad social a sus industrias. De la respuesta no solo depende el futuro de la salmonicultura, sino la credibilidad del modelo de desarrollo del país.