Lo que comenzó como un gesto de alto simbolismo —la adquisición por parte del Estado de la casa del expresidente Salvador Allende en la calle Guardia Vieja para convertirla en un espacio de memoria— ha decantado, más de dos meses después, en un intrincado laberinto de consecuencias políticas, responsabilidades administrativas y batallas legales. Lejos del ciclo noticioso inmediato, el análisis reposado del caso revela no solo un error de procedimiento, sino una crisis que ha dejado heridas abiertas en la relación entre el Frente Amplio y el Socialismo Democrático, y ha puesto en tela de juicio la rigurosidad de los aparatos estatales.
La iniciativa, impulsada personalmente por el Presidente Gabriel Boric, se vio truncada por un impedimento fundamental que pasó inadvertido —o fue ignorado— en las altas esferas del gobierno: la inhabilidad constitucional que impedía a la entonces senadora Isabel Allende y a la ministra de Defensa, Maya Fernández, ambas herederas y propietarias parciales del inmueble, celebrar contratos con el Fisco.
Las consecuencias fueron drásticas y rápidas. El Tribunal Constitucional destituyó a Isabel Allende de su escaño senatorial, un hecho de enorme peso político. Maya Fernández, por su parte, se vio forzada a renunciar a su cartera. El costo político para el gobierno fue inmediato, generando una tensión palpable con el Partido Socialista (PS), que resintió la falta de protección a una de sus figuras más emblemáticas.
El relato de un simple "error" comenzó a desmoronarse durante la comisión investigadora de la Cámara de Diputados. La declaración de Francisca Moya, jefa de la División Jurídica de la Segpres, fue un punto de inflexión. Al admitir que su equipo conocía la norma que invalidaba la operación, la narrativa cambió de un descuido a una posible negligencia. Este hecho profundizó la sensación de traición expresada por Isabel Allende, quien, tras una reunión inicial de desagravio con el Presidente Boric, vio su confianza nuevamente quebrantada.
A esta tensión se sumó la filtración de una conversación privada del entonces jefe de asesores del segundo piso, Miguel Crispi. En un audio, Crispi criticaba duramente a la familia Allende, acusando a la exsenadora de presionar insistentemente por la compra. Aunque su defensa argumentó que eran comentarios coloquiales sacados de contexto, la revelación expuso las fricciones y desconfianzas que subyacían en el corazón del oficialismo.
La controversia ha generado un cruce de narrativas que coexisten sin reconciliarse:
El caso de la casa de Guardia Vieja trasciende la anécdota de una compra fallida. Es un síntoma de las tensiones no resueltas entre la memoria histórica como proyecto político y las rigideces de la administración del Estado. También refleja las dinámicas de poder entre la nueva izquierda gobernante y las fuerzas tradicionales de la centroizquierda, donde la gestión del legado de Salvador Allende sigue siendo un campo de disputa simbólica y política.
La controversia ha obligado a una reflexión incómoda sobre cómo las buenas intenciones políticas pueden naufragar por falta de prolijidad técnica y sobre la delgada línea que separa la influencia legítima de la presión indebida en la esfera pública.
Actualmente, el asunto está lejos de cerrarse. El contrato de compraventa original y los cheques emitidos permanecen en una notaría, en un limbo legal. Mientras la comisión investigadora parlamentaria sigue su curso, el foco principal se ha trasladado a los tribunales. La demanda para anular la venta del Palacio Heiremans ha abierto una nueva caja de pandora, obligando a la Fundación Salvador Allende a defender públicamente un acuerdo de hace dos décadas, argumentando que las obras de arte ofrecidas como pago siempre estuvieron a disposición del Serviu.
Así, lo que fue un solo árbol caído ha revelado un bosque de complejidades. La controversia ha mutado de un error administrativo a una saga judicial que amenaza con reexaminar el vínculo entre memoria, patrimonio y poder en la historia reciente de Chile.