Un mes después de que las aguas del río Guadalupe se tragaran casas, campamentos y vidas, la conversación en Texas ya no es sobre la lluvia. Es sobre el riesgo, el costo y una pregunta fundamental: ¿quién es responsable de mantenernos a salvo cuando el clima se convierte en el enemigo? La inundación de julio de 2025 no fue solo un desastre natural. Fue una prueba de estrés para el modelo de gobierno de Texas y de Estados Unidos, y el sistema falló. Ahora, las consecuencias de ese fracaso están redibujando el futuro del estado, no con agua, sino con dinero y política.
La respuesta inmediata a la catástrofe ha seguido un guion predecible. Primero, la búsqueda de culpables. Funcionarios locales señalaron al Servicio Meteorológico Nacional (NWS) por pronósticos imprecisos, mientras que los críticos apuntaron a los recortes presupuestarios y al debilitamiento de agencias federales como el NWS y FEMA, impulsados por la propia administración Trump bajo la hoja de ruta del “Proyecto 2025”.
El presidente Trump, que antes abogaba por desmantelar FEMA, moderó su discurso. Declaró el estado de “gran desastre”, liberando fondos federales, y enmarcó la respuesta como una “reforma” para hacer la agencia más eficiente, delegando más poder a los estados. Esta narrativa es clave: traslada el foco de la prevención (un deber del Estado) a la reconstrucción (financiada con fondos de emergencia y la cartera del individuo). El mensaje subyacente es que el gobierno ayudará a limpiar, pero no necesariamente a evitar la próxima catástrofe. La resiliencia se convierte en una responsabilidad personal, no en una inversión pública.
El verdadero cambio vendrá del sector privado. Las compañías de seguros, enfrentadas a pérdidas masivas, ya están recalculando el riesgo en todo el centro de Texas. Este proceso será brutal y rápido. Las primas en zonas inundables se dispararán, si es que las pólizas siguen estando disponibles. Para miles de familias, la vivienda se volverá financieramente insostenible. Veremos una nueva forma de gentrificación climática: solo quienes puedan pagar seguros exorbitantes o costosas mejoras de resiliencia podrán permanecer en sus hogares.
Este es el dilema de la adaptación. Los gobiernos locales, como el del condado de Kerr, que admitió no tener un sistema de alerta moderno por su costo y la resistencia de los contribuyentes, se enfrentarán a una elección imposible. O aumentan los impuestos para financiar infraestructuras de protección, enfrentando una fuerte oposición política, o ven cómo su base impositiva se erosiona a medida que la gente se va. El mercado, no el gobierno, decidirá qué comunidades son viables. Las zonas que no puedan pagar su propia seguridad quedarán, en la práctica, abandonadas a su suerte.
A largo plazo, Texas y otras regiones vulnerables de Estados Unidos se dirigen hacia dos futuros paralelos y desiguales.
La inundación de Texas fue una advertencia. El futuro del estado se perfila como un mosaico fragmentado, donde la seguridad dependerá del código postal y el nivel de ingresos. El contrato social, esa idea de que el Estado provee una protección básica a todos sus ciudadanos, se está disolviendo bajo la presión del cambio climático y la ideología. El agua ya bajó, pero la marea de fondo, la que redefine el riesgo y la responsabilidad, apenas comienza a subir.