Hace dos meses, en junio de 2025, una huelga de trabajadores de la Corporación Nacional Forestal (CONAF) paralizó 49 parques y áreas protegidas, culminando con la renuncia de su directora ejecutiva, Aida Baldini. La noticia, que en su momento se leyó como un conflicto laboral más, ha madurado para revelar una fractura mucho más profunda: la que separa la imagen de Chile como líder en conservación de la precariedad real de la institución encargada de esa tarea. Hoy, con los guardaparques de vuelta en sus puestos, la crisis no ha terminado; solo ha cambiado de forma. Se ha transformado en una pregunta incómoda sobre la coherencia del Estado y sus prioridades.
El conflicto original, centrado en demandas laborales y la incertidumbre ante la transición hacia el nuevo Servicio Nacional Forestal (SERNAFOR), fue el síntoma. Los trabajadores no solo pedían mejores condiciones, sino que alertaban sobre la contratación de personal sin experiencia y la falta de recursos para cumplir su misión. La huelga fue un grito de auxilio desde el corazón del patrimonio natural del país, un aviso de que los guardianes estaban, en efecto, desprotegidos.
La prueba más contundente de esta debilidad institucional llegó el 2 de agosto, semanas después de aplacado el paro. CONAF, la misma entidad que debe proteger los monumentos naturales, autorizó a la Dirección de Vialidad del MOP la tala de 96 araucarias —especie protegida y sagrada para el pueblo mapuche— para el mejoramiento de dos rutas en La Araucanía. La justificación se amparó en el artículo 19 de la Ley de Bosque Nativo, que permite la corta por razones de "interés nacional" o "beneficio social".
Esta decisión expone el nudo del problema. No se trata de un acto aislado de una administración, sino de una política de Estado donde la balanza se inclina sistemáticamente hacia el desarrollo de infraestructura, incluso a costa de un patrimonio irrecuperable. La compensación exigida —reforestar con 5.008 nuevos ejemplares—, aunque suena abultada, no reemplaza la pérdida de árboles maduros y el ecosistema que sustentan, evidenciando una visión que reduce la naturaleza a un activo contable.
Esta contradicción se vuelve más aguda al observar el escenario internacional. Mientras Chile participa activamente en conferencias climáticas como la de Bonn y se fija metas ambiciosas de carbono neutralidad, sus acciones internas sabotean esos mismos objetivos. Como señaló el académico Mauricio Galleguillos, no da lo mismo qué árbol se planta; los bosques nativos, como los de Nothofagus y Araucarias, son campeones en la captura de carbono. Protegerlos es la estrategia más eficiente, pero es precisamente lo que el Estado, a través de una CONAF debilitada, no logra garantizar.
La situación ha puesto en evidencia un choque de visiones que coexisten dentro del aparato estatal:
La crisis de CONAF no es un destino inevitable. Otros países ofrecen modelos que invitan a pensar de forma divergente. Costa Rica, por ejemplo, está desarrollando el primer Código Climático del mundo, una normativa vinculante para que toda la infraestructura y planificación del país se adapte a la nueva realidad climática. No es un plan, es una regla. En España, parques urbanos están obteniendo certificaciones ecológicas que eliminan el uso de químicos y promueven la biodiversidad, demostrando que la gestión de áreas verdes puede ser proactiva y regenerativa.
Estos ejemplos no son importables directamente, pero plantean una pregunta fundamental: ¿podría Chile pasar de una conservación reactiva y precaria a una política de Estado proactiva y bien financiada? ¿Podría el nuevo SERNAFOR nacer con un mandato y un poder real para oponerse a proyectos destructivos, en lugar de solo administrarlos?
El debate, por tanto, ya no es sobre la huelga de junio. Es sobre si Chile está dispuesto a alinear su aclamada imagen verde con acciones concretas y un presupuesto que respalde la protección de lo que dice valorar. La tala de 96 araucarias no es solo un hecho lamentable; es el sonido de una fractura que sigue abierta.