Hace menos de dos meses, en junio de 2025, los ministros de la Corte Suprema protagonizaron un acto de alto impacto comunicacional: se sometieron voluntariamente a un test de pelo para la detección de drogas. La vocera del máximo tribunal, María Soledad Melo, lo calificó como una “señal de probidad, de confianza y de legitimidad” para asegurar a la ciudadanía que los jueces estaban “ajenos a presiones indebidas”. Hoy, a principios de agosto, el debate público no gira en torno a gestos de transparencia, sino a una falla garrafal que expone las grietas más profundas del sistema: la liberación y posterior fuga de Alberto Mejía, sicario venezolano imputado por el asesinato del comerciante conocido como el “Rey de Meiggs”.
Lo que comenzó como un esfuerzo por proyectar una imagen de solidez institucional ha quedado eclipsado por un evento que cuestiona no solo la probidad, sino la competencia y seguridad del aparato judicial en su conjunto. La distancia entre el test y la fuga no es solo temporal; es la distancia entre el símbolo y la realidad, entre la imagen que se desea proyectar y la fragilidad que se revela.
16 de junio de 2025: El pleno de la Corte Suprema, en una decisión inédita, acuerda que todos sus miembros se realicen un examen de drogas. Hasta entonces, la selección era aleatoria. La medida fue ampliamente cubierta por medios como La Tercera y Cooperativa, que destacaron el objetivo de fortalecer la confianza pública en un contexto de creciente escrutinio sobre las instituciones.
9 de julio de 2025: En el Octavo Juzgado de Garantía de Santiago, una cadena de sucesos culmina con la liberación de Alberto Mejía. Pese a estar imputado por homicidio calificado, un error en la comunicación de las medidas cautelares vigentes permite su salida de prisión. El imputado, de alta peligrosidad, se da a la fuga y su paradero es desconocido hasta hoy.
15 de julio de 2025: La Corte de Apelaciones de Santiago ordena un sumario administrativo para determinar responsabilidades. La investigación comienza a desentrañar una trama compleja que va más allá de un simple descuido.
Principios de agosto de 2025: La investigación escala. La jueza que firmó la orden, Irene Rodríguez, es suspendida, junto a otros dos funcionarios del tribunal. La indagatoria penal, liderada por la Fiscalía Metropolitana Occidente, se extiende a siete funcionarios de Gendarmería. La tesis del “error administrativo” pierde fuerza frente a la posibilidad de una “cadena de decisiones deliberadas”, como reportó Cambio 21. El sistema, que intentaba mostrarse impermeable, ahora parece peligrosamente poroso.
El caso ha provocado una colisión de narrativas dentro y fuera del sistema judicial, exponiendo visiones radicalmente distintas sobre la naturaleza del problema.
El “Caso sicario” no es un hecho aislado. Es el síntoma de una tensión más profunda. Mientras el Poder Judicial invertía en gestos para fortalecer su legitimidad simbólica, sus mecanismos de control operativos fallaban de manera catastrófica. La crisis actual obliga a una reflexión que va más allá de la sanción a los responsables directos.
El tema ya no es si un juez consume o no drogas, sino si el sistema en su totalidad es capaz de resistir la presión, la incompetencia o la eventual corrupción fomentada por organizaciones criminales con vastos recursos. La fuga de Mejía ha dejado en evidencia que la confianza no se construye únicamente con declaraciones y exámenes voluntarios, sino con la eficacia y la fiabilidad de los procesos que garantizan la justicia y la seguridad de los ciudadanos.
El sumario administrativo y la investigación penal siguen en curso. La pregunta que queda suspendida en el aire es si esta crisis servirá como catalizador para una reforma estructural profunda o si, una vez que la indignación mediática se apague, el sistema volverá a su estado anterior, con sus vulnerabilidades intactas, esperando la próxima ruptura.