La condena al expresidente colombiano Álvaro Uribe a 12 años de prisión domiciliaria no es un hecho aislado. Tampoco lo es el arresto domiciliario de Jair Bolsonaro en Brasil. Ambos eventos, ocurridos con semanas de diferencia, son las señales más potentes de una transformación en curso en América Latina. La era de los líderes presidenciales intocables parece estar terminando. Pero lo que viene después no está claro.
El veredicto contra Uribe, una de las figuras más poderosas y divisorias de la historia reciente de Colombia, por soborno y fraude procesal, ha fracturado al país. Sus seguidores, liderados por el partido Centro Democrático, denuncian una persecución judicial orquestada por la izquierda, un lawfare para aniquilar a un adversario. El gobierno de Gustavo Petro y sus aliados, por su parte, lo celebran como una victoria de la justicia y la prueba de que nadie está por encima de la ley.
Esta tensión no es exclusiva de Colombia. En Brasil, Bolsonaro enfrenta un proceso por un presunto intento de golpe de Estado y acusa al poder judicial de actuar políticamente. En ambos casos, el debate ya no es solo legal; es una batalla por el relato que definirá la relación entre el poder político y la justicia en la región durante la próxima década. A partir de estos hechos, se perfilan tres escenarios de futuro.
En este futuro, la narrativa del lawfare se consolida. Cada investigación o condena contra un líder político es desacreditada como una venganza de sus oponentes. La justicia se convierte en otro campo de batalla de la polarización. Los líderes, tanto de derecha como de izquierda, utilizan los procesos judiciales para movilizar a sus bases, presentándose como víctimas de un sistema corrupto.
Las señales de este camino son claras. Uribe califica la sentencia como un intento de imponer una "dictadura neocomunista". Su partido convoca marchas en su defensa. En Estados Unidos, figuras como el senador Marco Rubio cuestionan la independencia de la justicia colombiana, lo que es interpretado localmente como una injerencia inaceptable.
Las consecuencias de este escenario son la erosión total de la confianza en el poder judicial. Los tribunales, bajo ataque constante, se vuelven temerosos o son capturados por el poder político de turno. Se instala un ciclo de revanchas, donde cada nuevo gobierno utiliza el sistema judicial para perseguir a sus predecesores. La democracia se debilita, ya que una de sus instituciones fundamentales pierde toda legitimidad.
Este es el futuro donde nada cambia realmente. A pesar de las condenas iniciales, el poder político y económico de las élites demuestra ser más fuerte que los sistemas judiciales. Los procesos contra Uribe y Bolsonaro se estancan en apelaciones interminables, son anulados por tecnicismos o se resuelven con maniobras políticas, como amnistías o indultos disfrazados.
La defensa de Uribe ya ha activado múltiples recursos legales, como acciones de tutela, para suspender la detención. El expresidente Iván Duque, su ahijado político, ha sugerido una tutela masiva respaldada por "millones de colombianos". Estas acciones buscan trasladar la presión de los tribunales a la calle y al ámbito político.
Si este escenario se impone, el mensaje es devastador: los más poderosos siguen siendo intocables. El resultado es un cinismo generalizado. La ciudadanía percibe el Estado de derecho como una farsa. La frustración social puede escalar, al ver que los canales institucionales de justicia son ineficaces. La corrupción y el abuso de poder no solo continúan, sino que se validan al demostrar que pueden derrotar al sistema.
Este es el camino más complejo y menos seguro. Los sistemas judiciales, a pesar de la enorme presión, logran mantener un grado de independencia y hacer cumplir sus fallos. La condena contra Uribe se mantiene firme en las instancias de apelación. Se establece un nuevo precedente, aunque frágil, de que los expresidentes deben rendir cuentas por sus actos.
Que la jueza Sandra Heredia haya dictado una condena en un ambiente tan polarizado es una señal de que este camino es posible. Las voces del centro político, como Sergio Fajardo o Claudia López, que llaman a respetar los fallos y las instituciones, también contribuyen a este escenario. El gobierno de Petro, aunque adversario de Uribe, ha defendido públicamente la independencia de la decisión judicial.
Este futuro no elimina la polarización. Sin embargo, la traslada a un nuevo terreno. La política deja de ser un juego de caudillos con poder absoluto y pasa a ser una disputa dentro de un marco institucional y legal más robusto. Es un camino lento, lleno de riesgos y retrocesos, que exige una vigilancia constante de la ciudadanía y la prensa para proteger la independencia judicial.
El desenlace de los casos de Uribe y Bolsonaro será el primer gran indicador de cuál de estos tres futuros prevalecerá en América Latina. La región observa atentamente. Lo que está en juego no es solo el destino de dos expresidentes, sino la salud y la viabilidad de la democracia misma.
2025-07-28