Ha pasado un mes desde que el anuncio del presidente estadounidense Donald Trump de imponer un arancel del 50% a las importaciones de cobre cayera como un martillo sobre la agenda pública chilena. El 8 de julio, los mercados reaccionaron con una volatilidad que hizo temer lo peor para la principal exportación del país. Hoy, 9 de agosto de 2025, la polvareda económica se ha asentado, revelando un panorama muy distinto al del pánico inicial. La crisis del arancel, más que una catástrofe económica, se ha decantado como un profundo examen a la soberanía económica, un acelerador de la contienda presidencial y un espejo que ha obligado a Chile a mirar de frente su lugar en el nuevo desorden mundial.
La reacción inicial fue de manual: los futuros del cobre alcanzaron máximos históricos y el dólar se tensionó. Sin embargo, con el paso de los días, una visión más analítica y sosegada comenzó a tomar forma. Economistas y actores clave del sector minero pusieron paños fríos a la situación. Como señaló JP Morgan en un informe a mediados de julio, el impacto macroeconómico sería mínimo, proyectando una depreciación máxima del 2,5% del peso y efectos marginales en la inflación. La razón es estructural: si bien Estados Unidos es un comprador relevante, solo representa cerca del 10% de las exportaciones de cobre chileno, según cifras del sector, con un destino principal que sigue siendo China.
Desde la industria, las voces llamaron a la calma. Máximo Pacheco, presidente de Codelco —la empresa más expuesta con cerca de 300.000 toneladas anuales destinadas a EE.UU.—, y Joaquín Villarino, del Consejo Minero, coincidieron en un punto clave: Estados Unidos necesita el cobre chileno. Como detalló un análisis del Financial Times, el país norteamericano importa cerca del 60% del cobre que consume y no tiene capacidad para sustituirlo a corto plazo. La conclusión, compartida por la Sociedad Nacional de Minería (Sonami), es que el costo del arancel recaería principalmente sobre los consumidores y la industria manufacturera estadounidense. De hecho, el propio gobierno chileno, a través del ministro de Hacienda Mario Marcel, mantuvo su proyección de crecimiento del PIB en 2,5% para 2025, argumentando la "mayor resiliencia" de la economía chilena.
La respuesta del gobierno de Gabriel Boric fue de cautela estratégica. Tanto el Presidente como su canciller, Alberto van Klaveren, evitaron la confrontación directa, insistiendo en que se trataba de una medida sobre un producto y no un ataque a un país. La estrategia se centró en esperar la publicación de una orden ejecutiva que nunca llegó en los términos anunciados y en activar los canales diplomáticos y técnicos. A fines de julio, una delegación encabezada por la subsecretaria de Relaciones Económicas Internacionales, Claudia Sanhueza, viajó a Washington para dialogar con sus contrapartes.
El objetivo, como transparentó Van Klaveren, era pragmático: en un mundo donde Trump amenazaba con aranceles generalizados del 15% al 20%, mantener el 10% que ya se aplicaba de forma temporal sería "relativamente positivo". Esta postura, aunque realista, subraya el dilema de las potencias medias: ¿cómo se negocia cuando las reglas del libre comercio, que Chile ha defendido por décadas, son ignoradas por su principal arquitecto? La crisis expuso la fragilidad del estatus de "socio confiable" en una era de nacionalismo económico. En este contexto, la visión del multimillonario minero Robert Friedland, quien desde EE.UU. aplaudió el arancel como una medida "inteligente" para la seguridad nacional estadounidense, ofreció un contrapunto revelador sobre las lógicas que hoy imperan en Washington.
Donde el impacto fue inmediato y profundo fue en la política interna. La amenaza arancelaria se convirtió en el primer gran tema de política exterior en ser instrumentalizado por la incipiente carrera presidencial.
Evelyn Matthei, candidata de Chile Vamos, adoptó un tono de urgencia, instando al gobierno a actuar con celeridad y ofreciendo a sus equipos técnicos en un gesto que buscaba proyectar liderazgo y unidad nacional. "Esto nos puede hacer un daño terrible", declaró el 10 de julio, marcando un claro contraste con la cautela del Ejecutivo.
La respuesta desde el resto del espectro político no se hizo esperar. El equipo económico de José Antonio Kast, liderado por Jorge Quiroz, calificó la oferta de Matthei como "propagandística" y abogó por esperar a que el tema "decante", revelando una fisura estratégica en la derecha. Por su parte, la candidata del oficialismo, Jeannette Jara, criticó duramente a Matthei por su "mal momento" y por intentar pautear al gobierno, a la vez que fustigó a la ultraderecha por "alabar a un presidente extranjero que nos tiene al portazo de una guerra comercial".
Figuras con experiencia diplomática, como el excanciller José Miguel Insulza, llamaron a la calma, advirtiendo que "no hay que correr a negociar nada", reforzando la idea de que la mejor estrategia era la paciencia. Este cruce de declaraciones transformó una crisis de comercio exterior en un debate sobre estilos de liderazgo, patriotismo y el rol de Chile en el mundo.
Al 9 de agosto, la orden ejecutiva que impondría un 50% de arancel al cobre refinado no se ha materializado, y las conversaciones técnicas entre Chile y EE.UU. continúan. La amenaza inmediata parece haberse disipado, pero la incertidumbre persiste. El "Martillo de Cobre" no rompió la economía chilena, pero sí dejó grietas visibles en el consenso político y obligó al país a una reflexión incómoda. La crisis demostró que la dependencia de un modelo exportador de materias primas no es solo un riesgo económico, sino también una vulnerabilidad geopolítica. El debate ya no es solo sobre el precio del cobre, sino sobre el precio de la soberanía en el siglo XXI.