A principios de agosto, The Coca-Cola Company anunció una modificación que, a primera vista, parece un simple ajuste de receta: su icónica bebida en Estados Unidos dejará de usar jarabe de maíz de alta fructosa para ser endulzada con azúcar de caña. La noticia, que llega dos meses después de que la compañía alcanzara máximos históricos en bolsa, no es un hecho aislado. Es el capítulo más reciente de una saga donde convergen la salud pública, la presión política y una astuta estrategia de supervivencia corporativa en un mercado en plena transformación.
La decisión de Coca-Cola no puede desvincularse del contexto político estadounidense. Durante años, ha sido un secreto a voces entre los aficionados que la "MexiCoke", endulzada con azúcar de caña, ofrecía un sabor superior. Esta preferencia fue elevada a la esfera pública por el propio Donald Trump, quien en varias ocasiones manifestó su gusto por esta versión. Que el cambio se anuncie en pleno 2025 no parece una coincidencia, sino un movimiento calculado.
Para una empresa que, según informes de JPMorgan de junio, genera solo el 17% de su volumen en Estados Unidos, esta adaptación parece desproporcionada. Sin embargo, la compañía ha enfrentado un entorno complejo en su propio país: desde boicots por las políticas migratorias de Trump hasta el impacto de los aranceles sobre el aluminio y el acero en sus costos de envasado. En este escenario, adoptar la receta preferida por el expresidente se convierte en una poderosa herramienta de marketing: un gesto que apela a la nostalgia y a un sentimiento nacionalista, al tiempo que neutraliza una posible fuente de críticas.
El anuncio se ha enmarcado en una supuesta mejora para la salud del consumidor. Sin embargo, la evidencia científica invita a la cautela. Químicamente, el azúcar de caña (sacarosa) y el jarabe de maíz de alta fructosa son muy similares, ambos compuestos por glucosa y fructosa. La principal diferencia radica en la proporción: el jarabe suele tener un 55% de fructosa, ligeramente más que el 50% del azúcar de caña.
Nutricionistas y expertos, como los citados por el diario La Tercera, coinciden en que el verdadero problema no es el tipo de endulzante, sino la cantidad. Un vaso de bebida gaseosa puede contener más de 40 gramos de azúcar, una carga que el hígado no está preparado para procesar de una sola vez, independientemente de su origen. Aunque algunos estudios asocian el jarabe de maíz con un mayor riesgo de hígado graso y obesidad, el consenso es que un consumo excesivo de cualquier tipo de azúcar es perjudicial.
Aquí reside la disonancia cognitiva que la jugada de Coca-Cola busca explotar: se presenta un cambio como una concesión a la salud, cuando en realidad la diferencia metabólica es marginal. La percepción de que el azúcar de caña es más "natural" o "saludable" es una construcción cultural que la empresa ahora capitaliza, sin abordar el problema de fondo del alto contenido calórico de su producto estrella.
El cambio de endulzante también debe leerse como una respuesta a un mercado cada vez más hostil. Por un lado, la competencia se intensifica. A principios de julio, un tribunal de Texas autorizó a Keurig Dr. Pepper a finalizar su acuerdo de distribución con un embotellador de Coca-Cola, una señal de que los rivales están construyendo sus propias redes para disputar cada punto de venta.
Por otro lado, el consumidor está cambiando. Como señaló un análisis de El País, las ventas de las versiones "Zero" y sin calorías son las que realmente están creciendo. El consumidor verdaderamente preocupado por su salud no está debatiendo entre dos tipos de azúcar; está abandonando el azúcar por completo.
Entonces, ¿a quién se dirige esta "nueva" Coca-Cola? No al converso de la vida sana, sino al consumidor nostálgico, al purista del sabor y a aquel influenciado por la narrativa política. Es una estrategia para retener una base de clientes en un segmento (bebidas azucaradas) que se encoge, mientras la verdadera batalla por el crecimiento se libra en el terreno de las bebidas funcionales, las aguas y los productos sin calorías, áreas donde la compañía ha diversificado fuertemente su portafolio.
El debate, por tanto, sigue abierto. La reformulación de Coca-Cola es menos una revolución saludable y más una clase magistral de adaptación corporativa. La empresa ha tejido con habilidad los hilos de la presión política, el debate científico y la lealtad del consumidor para crear una narrativa de producto potente y oportuna. La pregunta que queda en el aire es si, a largo plazo, esta estrategia será suficiente para mantener el sabor del éxito en un mundo que, poco a poco, le está perdiendo el gusto al azúcar.