Lo que hasta hace poco se entendía como un desahogo o una denuncia aislada en redes sociales, ha madurado en los últimos 60 a 90 días para consolidarse como un mecanismo de justicia paralelo. Ya no se trata de casos inconexos, sino de un fenómeno con una estructura reconocible, actores definidos y consecuencias que trascienden lo digital. La "funa" se ha normalizado como un tribunal expedito donde la sentencia es social, el castigo es la cancelación y no existe instancia de apelación.
Un ejemplo paradigmático de este mecanismo se desplegó en julio con la tienda de ropa femenina Pippa. La empresa, con 14 años de trayectoria, solicitó a un nuevo emprendimiento que usaba el mismo nombre que cesara su uso, amparándose en el registro de su marca. La respuesta no fue un diálogo, sino una contraofensiva digital. La emprendedora acusó a Pippa de acoso y de querer "destruirla". La narrativa de "David contra Goliat" fue amplificada por influencers, movilizando lo que los propios dueños de Pippa describieron como una "tropa de orcos". El resultado: doxing (publicación de datos personales), amenazas de saqueo, una caída en las ventas y un temor real entre sus trabajadores. El caso expuso el poder de una narrativa simplificada para anular la complejidad de una disputa legal y movilizar a una masa anónima que actúa como jurado y verdugo.
Si en un tribunal la evidencia es la moneda de cambio, en el juicio de la funa lo es la autenticidad del testimonio. La cantante Karen Bejarano (Karen Paola) lo verbalizó con una claridad reveladora en julio, en medio de una querella por injurias interpuesta por el cirujano plástico Pedro Vidal, a quien acusó de una "carnicería" en un procedimiento realizado ocho años atrás. Ante la posibilidad de retractarse, Bejarano sentenció: “No considero que tenga que pedir disculpas por algo que realmente siento”.
Su declaración encapsula el pilar de esta nueva justicia: la primacía del sentimiento y la experiencia personal sobre la prueba fáctica o el paso del tiempo. De manera similar, la influencer Carmen Tuitera sustentó su funa contra el futbolista Guillermo Maripán publicando capturas de pantalla de conversaciones privadas. En la plaza pública digital, estos fragmentos descontextualizados operan como pruebas irrefutables, y la carga de demostrar lo contrario recae, de forma casi imposible, sobre el acusado.
Este paradigma plantea una disonancia fundamental: ¿dónde queda el derecho a la presunción de inocencia cuando la convicción emocional de una persona, amplificada por miles, se convierte en veredicto?
El fenómeno no solo afecta a individuos o empresas, sino que ha reconfigurado la relación entre los medios de comunicación y su audiencia. El público ha dejado de ser un receptor pasivo para convertirse en un ente fiscalizador activo, utilizando las mismas herramientas de la funa para sancionar a quienes considera que transgreden límites éticos o ideológicos.
En junio, el reportero de Chilevisión, Tomás Cancino, generó un récord de casi 1.400 denuncias ante el Consejo Nacional de Televisión (CNTV) por lo que los televidentes calificaron como burlas clasistas hacia personas fiscalizadas. La defensa del conductor Julio César Rodríguez, quien sugirió que criticar al periodista era "ponerse a favor de los delincuentes", solo avivó el debate sobre el rol y la ética de la prensa.
Pocas semanas después, en julio, el presentador Julián Elfenbein se convirtió en la figura más denunciada ante el CNTV por sus comentarios sobre el conflicto palestino-israelí. Las denuncias lo acusaban de emitir un "discurso de odio" y "negacionismo", demostrando que las opiniones políticas de figuras públicas son ahora examinadas y sancionadas con la misma vehemencia que las malas prácticas.
En ambos casos, el CNTV se transformó en un canal institucional para una funa masiva. La audiencia ya no solo cambia de canal; ahora organiza, denuncia y exige consecuencias, actuando como un contrapoder que, si bien puede promover la accountability, también corre el riesgo de fomentar la censura y la autocensura.
Dos meses después de que estos casos dominaran la conversación, el panorama es claro: la funa no es una moda pasajera, sino una herramienta de poder social arraigada. Para algunos, es una forma de democratización de la justicia, una vía para que los sin voz puedan denunciar abusos que el sistema formal ignora o procesa con lentitud. Para otros, es una forma de linchamiento moderno que destruye reputaciones y vidas sin el más mínimo resguardo al debido proceso.
El debate sigue abierto y es uno de los más relevantes de nuestra era digital. La sociedad chilena aún no resuelve cómo equilibrar la libertad de expresión con el derecho a la honra, ni cómo regular un sistema de justicia popular que opera sin leyes, sin jueces imparciales y sin posibilidad de apelación. El tribunal de la multitud ya está en sesión permanente.