Hoy, a más de 60 días de que la Asociación Gremial de Importadores de Bulbo y Floricultores (Asiflo) recibiera la carta que confirmaba sus peores temores, la industria de las flores de bulbo en Chile vive en un limbo. La misiva, enviada por la Royal Anthos —la asociación de exportadores de Holanda, origen de la mayoría de los 30 millones de bulbos que importa el país anualmente—, fue categórica: la nueva normativa fitosanitaria del Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) es, en la práctica, imposible de cumplir. El resultado es una parálisis total de las importaciones, justo cuando los campos deberían estar preparándose para la siembra de primavera. Lo que comenzó como una actualización técnica de una regulación de 20 años, hoy tiene a 4.000 pequeños productores al borde de la quiebra y a los consumidores chilenos ante la posibilidad de una primavera sin tulipanes.
El conflicto se articula en torno a dos lógicas que, por ahora, parecen irreconciliables.
La perspectiva del SAG: Un escudo necesario
Desde el Servicio Agrícola y Ganadero, la postura es firme y se basa en un principio precautorio. Marco Muñoz, de la división de Protección Agrícola y Semillas del SAG, explicó en su momento que la normativa anterior tenía más de dos décadas de antigüedad. “Empiezan a aparecer nuevas plagas a nivel mundial. También hay nueva información científica sobre el tema, y eso nos lleva a actualizar esta y otras normativas”, señaló. El objetivo es proteger el patrimonio fitosanitario de Chile, una condición clave para su estatus de potencia agroexportadora. Para el SAG, el riesgo de introducir una plaga exótica que podría devastar cultivos de mayor escala económica, como la fruta o el vino, justifica la implementación de barreras más exigentes, aunque estas afecten a un sector específico. La norma no es un capricho, sino una respuesta técnica a un riesgo global creciente.
La perspectiva de los productores: Una sentencia económica
Para Asiflo y sus asociados, la norma es una barrera infranqueable. Matías Jofré, vocero del gremio, ha sido claro: “Esta norma tiene demasiadas plagas y enfermedades incluidas. Y que no son todas completamente válidas científicamente. (...) Creemos que hay muchas de las normas que son demasiado exigentes”. El impacto no es una proyección a futuro, es una realidad presente. Con la negativa de los exportadores holandeses a certificar los envíos bajo las nuevas condiciones, la cadena de suministro está rota. El gremio advierte que casi la mitad de las familias que dependen de los bulbos podrían quedar sin su principal sustento. Se trata de una economía a escala humana, de pequeños agricultores que no tienen la capacidad de reconvertirse de una temporada para otra.
Este enfrentamiento no es un hecho aislado. Se inscribe en una discusión más amplia sobre el rol del Estado y el impacto de la regulación en la actividad económica, un fenómeno que en Chile ha sido bautizado como “permisología”.
Un estudio reciente de la Universidad San Sebastián sobre la región de Los Lagos cuantificó en 66 millones de dólares las pérdidas por proyectos demorados, describiendo la burocracia como un “impuesto encubierto” a la inversión. Columnas de opinión en medios económicos y denuncias de organizaciones civiles, como la que acusa un “lobby selectivo” en el Sistema de Evaluación Ambiental, reflejan una percepción extendida: el aparato estatal, en su afán regulatorio, puede operar a velocidades distintas y, en ocasiones, generar consecuencias no deseadas que ahogan a los actores más pequeños.
En este contexto, la voz de líderes gremiales como Antonio Walker, presidente de la Sociedad Nacional de la Agricultura (SNA), resuena con fuerza. Walker ha hecho un llamado a “soltar las amarras de la agricultura” y a construir una alianza público-privada donde el Estado sea un socio y no un obstáculo. Aunque no se refirió directamente al caso de las flores, su crítica a la estigmatización de los sectores productivos y a la burocracia que frena inversiones —recordando cómo capitales forestales chilenos migraron a Brasil, donde obtuvieron permisos en 18 meses—, da un marco al sentir de los floricultores. Ellos no se ven como una amenaza fitosanitaria, sino como un motor de la economía rural que hoy se siente desprotegido por el mismo Estado que debería fomentarlo.
A día de hoy, el tema sigue en un tenso debate. Los productores no piden eliminar la protección, sino flexibilizar los requisitos o buscar alternativas técnicas viables que no signifiquen el fin de su industria. El SAG, por su parte, debe equilibrar su mandato de protección nacional con el impacto social y económico de sus decisiones. La resolución de este conflicto definirá no solo si habrá tulipanes y liliums en la próxima primavera, sino también qué tipo de equilibrio busca Chile entre blindar su patrimonio natural y mantener viva su diversa matriz productiva.