Este 11 de agosto de 2025, la prolongada agonía del senador y precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay llegó a su fin. Tras 65 días de una lucha médica que mantuvo en vilo a Colombia, su muerte no solo confirmó el trágico desenlace de un atentado, sino que oficializó un magnicidio que obliga al país a mirarse en el espejo de sus fantasmas más oscuros. El ataque del 7 de junio en un mitin en Bogotá dejó de ser un "intento de" para convertirse en un hecho consumado, un asesinato político que reabre heridas que nunca cicatrizaron y proyecta una sombra de incertidumbre sobre las elecciones presidenciales de 2026.
La narrativa comenzó a escribirse a las 17:00 horas del 7 de junio en el barrio Fontibón de Bogotá. Mientras Uribe Turbay, de 39 años, se dirigía a sus simpatizantes, un sicario de apenas 15 años le disparó a quemarropa, hiriéndolo gravemente con dos balas en la cabeza y una en la pierna. Lo que siguió fue una montaña rusa de comunicados médicos, cadenas de oración y una tensa espera nacional. Intervenciones neuroquirúrgicas de urgencia, hemorragias cerebrales y breves momentos de aparente mejoría marcaron las semanas posteriores.
Mientras Uribe Turbay luchaba por su vida, la investigación judicial avanzaba a trompicones. El autor material fue capturado en el acto, y en las semanas siguientes, las autoridades detuvieron a otras cinco personas, incluyendo a Elder José Arteaga Hernández, alias ‘El Costeño’, señalado como presunto coordinador del operativo. La pistola Glock usada en el crimen fue rastreada hasta Arizona, EE.UU., revelando una logística transnacional. Sin embargo, la pregunta fundamental sigue sin respuesta: ¿quién dio la orden? La Fiscalía General ha tipificado el caso como magnicidio, pero la identidad de los autores intelectuales permanece en la nebulosa, alimentando un torbellino de especulaciones y desconfianza.
El asesinato de Uribe Turbay no ocurrió en un vacío político. Como una de las voces más visibles y críticas de la oposición desde el partido Centro Democrático, su figura polarizaba. Su muerte ha profundizado las grietas existentes en el panorama político colombiano.
Desde el oficialismo, el presidente Gustavo Petro calificó el hecho como “una derrota de Colombia y de la vida”, insistiendo en que “la vida está por encima de cualquier ideología”. Su gobierno, sin embargo, ha sido objeto de duras críticas por parte de la oposición, que lo acusa de fomentar un clima de hostilidad y de haber ignorado, según los abogados de Uribe, hasta 23 solicitudes para reforzar su esquema de seguridad.
En la vereda opuesta, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, mentor político del senador, lamentó que “el mal todo lo destruye, mataron la esperanza”. Para el uribismo, el asesinato es la consecuencia directa de un ambiente de persecución y una prueba del fracaso de las políticas de seguridad del gobierno. Esta postura ha encontrado eco a nivel internacional, donde líderes de la derecha chilena como José Antonio Kast y Johannes Kaiser, y el secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio, no tardaron en vincular el crimen con la “violencia izquierdista” del gobierno de Petro, evidenciando cómo la tragedia se convierte también en un arma en la disputa ideológica regional.
Para comprender la conmoción que genera este asesinato, es ineludible situarlo en la larga y sangrienta historia de Colombia. El apellido Uribe ya estaba inscrito en ella desde 1914 con el asesinato del general liberal Rafael Uribe Uribe. El magnicidio de Miguel Uribe Turbay evoca inevitablemente los de Luis Carlos Galán (1989), Carlos Pizarro (1990) y Álvaro Gómez Hurtado (1995), crímenes que decapitaron liderazgos y torcieron el rumbo del país.
La tragedia de Uribe Turbay es, además, dolorosamente familiar. Su madre, la periodista Diana Turbay, fue secuestrada y asesinada en 1991 por orden de Pablo Escobar. Él se suma así a una generación de políticos colombianos, como los senadores Iván Cepeda y María José Pizarro o el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, que han seguido los pasos de sus padres asesinados, heredando no solo un capital político, sino también el riesgo latente de un país donde la política puede costar la vida.
El asesinato de Miguel Uribe Turbay es un hecho resuelto en su trágico final, pero completamente abierto en su búsqueda de justicia. Colombia despide a un líder joven, pero el verdadero duelo es con su propia incapacidad para romper un ciclo de violencia que se niega a ser historia. El país se asoma a una nueva contienda electoral con el temor de que sus viejos fantasmas, lejos de estar enterrados, sigan dictando el presente.