A mediados de julio de 2025, un hecho aparentemente trivial ocurrió. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció que había convencido a Coca-Cola de usar "azúcar de caña REAL" en su bebida para el mercado estadounidense. Días después, la compañía confirmó que lanzaría una nueva línea con este ingrediente. Este evento no trata sobre refrescos. Es una señal clara de cómo el poder político está empezando a dictar las características de los productos que consumimos, moviendo la contienda ideológica del congreso al pasillo del supermercado.
Lo que vimos no fue una simple reformulación. Fue la creación de un producto-símbolo. La "Coca-Cola con azúcar de caña" nace de la voluntad política, no de una estrategia de mercado tradicional. Su existencia responde a la campaña "Make America Healthy Again", liderada por el Secretario de Salud Robert F. Kennedy Jr., y alinea a la marca con una narrativa nacionalista y de "pureza" de ingredientes.
Este precedente obliga al resto del mundo corporativo a reaccionar. La decisión de Coca-Cola no solo validó la intervención presidencial, sino que también expuso la tensión entre poderosos lobbies: el del maíz, que pierde terreno, y el del azúcar de caña (concentrado en estados políticamente clave como Florida), que gana. Para otras empresas, la pregunta ahora es si deben alinearse con la administración de turno para obtener ventajas o resistir y arriesgarse a ser un objetivo político. La gestión de riesgo ahora incluye el "riesgo de tuit presidencial".
Si esta tendencia se consolida, entraremos en una fase de normalización. Las corporaciones podrían desarrollar estrategias de "alineamiento político proactivo". No es difícil imaginar escenarios donde esto se expande a otras industrias:
El marketing evolucionará. El foco se desplazará de las características del producto a su identidad ideológica. El carro de la compra se convierte, literalmente, en una papeleta de voto. Las empresas no solo venderán un producto, sino una afiliación. Esto podría ser rentable a corto plazo para quienes elijan el bando ganador, pero crea una dependencia peligrosa de los ciclos políticos.
A largo plazo, la línea entre el Estado y el mercado se difumina aún más. El consumo se transforma en un acto de lealtad política. Este escenario presenta dos futuros plausibles y divergentes.
El primer futuro es de polarización sistémica. El mercado se fractura en ecosistemas de consumo ideológicos. Habrá marcas "rojas" y marcas "azules", y la neutralidad será vista con sospecha. El "favoritismo regulatorio" podría volverse la norma: las leyes y aranceles se diseñarían para beneficiar a las empresas "leales" y castigar a las disidentes. La innovación se vería amenazada, ya que cualquier desarrollo de producto sería evaluado primero por su viabilidad política y después por su mérito comercial. Las disputas comerciales internacionales se agudizarían, ya que la fórmula de un producto podría ser interpretada como una agresión o una alianza geopolítica.
El segundo futuro, más optimista, es el de una reacción pendular. Un segmento significativo de consumidores podría rechazar esta politización y generar una demanda por productos genuinamente "apolíticos". Esto crearía una oportunidad para nuevas marcas o para aquellas que logren proyectar una neutralidad creíble. Sin embargo, en un entorno tan cargado, mantenerse neutral es un desafío. La ausencia de una postura puede ser interpretada como una postura en sí misma.
El caso de Coca-Cola es más que una anécdota. Es el primer capítulo de una nueva era donde la pregunta al consumir ya no es solo "¿qué quiero?", sino "¿de qué lado estoy?". La estabilidad del mercado y la libertad de elección del consumidor dependerán de cómo las empresas y los ciudadanos respondan a esta nueva realidad.
2025-07-17