Ha pasado más de un mes desde que la Wenüfoye, la bandera mapuche, fue robada del frontis de la Delegación Presidencial de Ñuble en Chillán. El ruido inicial de la indignación y la jactancia de los perpetradores se ha disipado. Lo que queda es un silencio que habla, y un mástil vacío que funciona como un potente diagnóstico sobre el estado de la convivencia intercultural en Chile. El evento, lejos de ser un mero acto delictual, ha madurado hasta convertirse en un claro síntoma de un cambio social y político más amplio.
A principios de julio, en el marco de la conmemoración del We Tripantu (año nuevo mapuche), se izó la bandera mapuche junto a la chilena en un edificio público de Chillán. Días después, un video viralizó el momento en que un individuo la arrancaba durante la noche. El grupo "@legion_leon" se adjudicó el acto en redes sociales, no solo celebrándolo sino incitando a denunciar la presencia de otros emblemas indígenas en espacios públicos. La Delegación Presidencial calificó el hecho de "acto de intolerancia". Su importancia no radica en el objeto robado, sino en lo que su ausencia forzada representa: la disputa abierta por los símbolos que definen el espacio público y la identidad nacional.
No es un hecho aislado. Se inscribe en una corriente de opinión que algunos analistas, como el exministro Gonzalo Blumel, han denominado la "tiranía del sentido común". Semanas antes del incidente, Blumel advertía sobre un giro en el discurso público, donde conceptos como la plurinacionalidad, protagónicos tras el estallido social de 2019, cedían terreno ante demandas de orden público y crecimiento económico. El robo en Chillán es la manifestación física y violenta de esa tendencia. Representa un rechazo a una visión de país diversa, en favor de una narrativa nacional homogénea, similar a la que se exalta en conmemoraciones como el "asalto y toma del Morro de Arica", que refuerzan una identidad única y militarizada.
La fractura es evidente. Mientras en Chillán se borraba un símbolo, pocas semanas antes la ciudad de Valparaíso celebraba el Año Nuevo Andino 5533 con masivos y coloridos pasacalles. Este contraste expone dos Chiles que coexisten en tensión: uno que integra y celebra su diversidad cultural como parte de su riqueza, y otro que la percibe como una amenaza a la unidad nacional y la combate activamente. La pregunta que emerge no es si estas dos visiones existen, sino cuál está ganando influencia en la esfera pública.
El robo fue un acto de violencia instrumental. No buscaba un beneficio material, sino enviar un mensaje político de exclusión e intimidación. Se ataca el símbolo para negar la legitimidad de lo que representa: la historia, la cultura y las reivindicaciones políticas del pueblo mapuche. Este tipo de violencia, aunque no derrame sangre, erosiona profundamente el tejido social al negar la existencia y el valor de una parte de la comunidad.
El debate no está cerrado, pero sí en retroceso. El incidente de Chillán y la tibia reacción de una parte de la sociedad demuestran que la idea de un Chile plurinacional ha perdido centralidad en la agenda pública. El mástil vacío en la plaza de Chillán es elocuente: simboliza una conversación pendiente que el país parece cada vez menos dispuesto a tener. La bandera ausente no es solo un emblema faltante; es el reflejo de un proyecto de convivencia que, por ahora, se encuentra en suspenso, eclipsado por urgencias que privilegian el orden por sobre el reconocimiento.