A dos meses de que su imagen diera la vuelta al mundo, no por una huelga climática sino por ser deportada de Israel, Greta Thunberg ha decidido no solo persistir, sino escalar su apuesta. El anuncio de una nueva y más grande "Flotilla de la Libertad" con destino a Gaza, programada para zarpar a fines de agosto, confirma que su intervención en uno de los conflictos más intrincados del planeta no fue un hecho aislado. Se trata de un movimiento calculado que, a más de 60 días de su inicio, ha redefinido los contornos de su figura pública y ha forzado un debate incómodo sobre los límites y responsabilidades del activismo en la era de la influencia global.
Para comprender la decisión actual, es necesario retroceder al 8 de junio de 2025. Ese día, el barco Madleen, parte de la Flotilla de la Libertad, fue interceptado en aguas internacionales por el ejército israelí. A bordo, junto a otros activistas, se encontraba Thunberg. Su objetivo declarado era entregar ayuda humanitaria simbólica y romper el bloqueo que Israel mantiene sobre la Franja de Gaza desde 2007. La operación terminó con la detención de la tripulación y la deportación de la activista sueca, quien aceptó la medida para evitar un proceso judicial en Israel.
Lejos de disuadir al movimiento, el episodio pareció envalentonarlo. El 26 de julio, un segundo barco, el Handala, intentó la misma hazaña. Nuevamente, fue interceptado por fuerzas israelíes a unas 40 millas náuticas de la costa. Sus 21 tripulantes, entre ellos ciudadanos españoles, fueron detenidos. La estrategia de la organización quedó clara: la persistencia era parte del mensaje.
El anuncio del 10 de agosto, donde Thunberg llama a una movilización internacional para una flotilla de "decenas de barcos", marca la culminación de esta estrategia. Ya no es un gesto simbólico de una sola embarcación, sino un desafío logístico y político a gran escala.
La narrativa de este evento se construye sobre dos visiones fundamentalmente opuestas, y el rol de Thunberg ha servido para amplificarlas.
Por un lado, la perspectiva de los activistas, que enmarcan su acción en el derecho internacional y los derechos humanos. Para la Coalición de la Flotilla de la Libertad, el bloqueo israelí constituye un "castigo colectivo ilegal y genocida" contra la población palestina. Sus barcos, aseguran, transportan suministros vitales como leche de fórmula y medicamentos, y su misión es pacífica y civil. En sus comunicados, denuncian que las intercepciones son "violentas" y constituyen un acto de "piratería" en aguas internacionales.
Por otro lado, la posición del Estado de Israel, que defiende el bloqueo como una medida de seguridad indispensable para impedir que Hamás, la organización que gobierna la Franja y a la que considera terrorista, se rearme. Desde su óptica, estas flotillas no son misiones humanitarias, sino provocaciones políticas diseñadas para deslegitimar a Israel. Sostienen que la ayuda humanitaria puede y debe ingresar por los canales terrestres establecidos y que las intercepciones se realizan siguiendo los protocolos para evitar la escalada de violencia.
La irrupción de Greta Thunberg en este escenario ha generado una disonancia cognitiva que trasciende el conflicto mismo. Para una parte de la opinión pública, su acción es una muestra de coherencia admirable. Argumentan que la justicia climática es inseparable de la justicia social y los derechos humanos, y que usar su plataforma para visibilizar la crisis humanitaria en Gaza es una obligación moral. Para ellos, Thunberg demuestra que su compromiso no es con una causa, sino con un principio de justicia universal.
Sin embargo, para otro sector, su involucramiento es problemático. La crítica principal es que al tomar partido en un conflicto tan polarizante, diluye su capital político como líder de un movimiento climático que requiere consensos globales. La acusan de simplificar una realidad geopolítica compleja y de alienar a potenciales aliados de la causa ambiental que no comparten su postura sobre el conflicto palestino-israelí. La pregunta que resuena es si su marca, antes unificadora en torno a la ciencia, ahora se ha vuelto irremediablemente divisiva.
Este no es el primer intento de romper el bloqueo por mar. La memoria del incidente del Mavi Marmara en 2010, que terminó con la muerte de diez activistas, sirve como un sombrío antecedente del potencial de escalada. La diferencia, ahora, es la presencia de una de las figuras más reconocibles del siglo XXI.
El tema, por tanto, está lejos de cerrarse. Ha evolucionado de una noticia sobre una intercepción a un debate profundo sobre la naturaleza del activismo contemporáneo. La flotilla anunciada para fines de agosto no solo pondrá a prueba la determinación de los activistas y la respuesta de Israel; también será un referéndum sobre la nueva identidad pública de Greta Thunberg. La pregunta ya no es si una activista climática puede hablar de Gaza, sino cuáles son las consecuencias, costos y la verdadera efectividad de hacerlo.