A más de dos meses de la escalada de declaraciones que puso en alerta a la región, la tensión diplomática entre Colombia y Perú por la soberanía de una pequeña isla en el Amazonas ha mutado. Los mensajes presidenciales en redes sociales y las demostraciones de fuerza han dado paso al trabajo silencioso de las comisiones técnicas. Sin embargo, el aparente retorno a la calma oculta una pregunta de fondo, mucho más compleja que la simple pertenencia de un trozo de tierra: ¿cómo se administran las fronteras del siglo XXI cuando los mapas del siglo XX son borrados por la fuerza de la naturaleza?
Todo estalló el 5 de agosto, cuando el presidente colombiano, Gustavo Petro, acusó a Perú de haber "copado un territorio que es de Colombia", refiriéndose a la isla Santa Rosa. Petro argumentó que la creación de un distrito peruano en esa isla violaba el Protocolo de Río de Janeiro de 1934, que establece que la frontera sigue el cauce más profundo del río (conocido como talweg) y que las islas de nueva formación deben ser asignadas por mutuo acuerdo. La respuesta de Colombia fue un acto de alta carga simbólica: trasladar la conmemoración del Día del Ejército a Leticia, la ciudad amazónica colombiana que se siente directamente amenazada por la disputa.
La reacción de Perú fue inmediata y contundente. El gobierno de Dina Boluarte rechazó las acusaciones, afirmando que ejerce soberanía sobre la isla —que considera una extensión de la isla Chinería, asignada a Perú en 1929— desde hace más de un siglo. Para reafirmar su postura, una delegación ministerial peruana visitó la isla, habitada por unos 3.000 ciudadanos que se identifican como peruanos y donde operan instituciones de ese país. La tensión alcanzó su punto álgido cuando Perú denunció la violación de su espacio aéreo por un avión militar colombiano Súper Tucano que sobrevoló la zona, un incidente que motivó una nota de protesta formal y agudizó la desconfianza entre dos gobiernos ya distanciados por diferencias ideológicas.
El conflicto se sostiene sobre dos interpretaciones legales que, desde sus respectivas lógicas, parecen irreconciliables.
Más allá del debate jurídico y el teatro político, el verdadero protagonista de esta historia es el río Amazonas. No es una línea estática en un mapa, sino un ecosistema vivo y dinámico. Procesos de sedimentación, deforestación en la cuenca alta y los efectos del cambio climático están alterando su morfología a una velocidad que los tratados del siglo pasado no pudieron prever. El canal navegable se desplaza, crea y destruye islas, y redibuja la geografía a su paso.
Esta realidad geofísica es la que pone en jaque la estabilidad de la frontera. El temor de Colombia a que Leticia quede aislada del cauce principal no es una hipérbole, sino una posibilidad advertida por estudios científicos. La crisis de la isla Santa Rosa, por tanto, no es solo una reminiscencia de viejas disputas nacionalistas; es un presagio de los conflictos climáticos del futuro, donde la inestabilidad del entorno natural desafiará la rigidez de las soberanías nacionales.
La disputa ha entrado ahora en la fase de la Comisión Mixta Permanente para la Inspección de la Frontera (COMPERIF), un mecanismo creado precisamente para resolver estas diferencias. Si bien la diplomacia ha logrado encauzar el conflicto, la solución de fondo requerirá más que peritos y cartógrafos. Exigirá una visión de Estado que entienda que la cooperación binacional para la gestión de una cuenca compartida y vulnerable es, a largo plazo, más estratégica que la defensa a ultranza de una línea imaginaria dibujada hace casi un siglo.