A más de un mes de que el candidato presidencial y diputado del Partido Nacional Libertario, Johannes Kaiser, declarara el 3 de julio que apoyaría un nuevo golpe de Estado “con todas sus consecuencias”, el eco de sus palabras no solo no se ha extinguido, sino que ha mutado, expandiéndose hasta redefinir los contornos del debate público en pleno ciclo electoral. Lo que inicialmente pareció una polémica aislada, hoy se revela como una calculada estrategia política que ha forzado a todo el espectro político a confrontar un discurso que se consideraba relegado a los márgenes de la democracia.
El episodio comenzó con una afirmación categórica. “Sin duda. Absolutamente”, respondió Kaiser en una entrevista televisiva cuando se le consultó si respaldaría un “pronunciamiento militar” en circunstancias similares a las de 1973. La reacción fue inmediata y transversal. Desde el gobierno, el ministro de Justicia, Jaime Gajardo (PC), calificó las expresiones de “devastadoras”, mientras que la exministra Carolina Tohá las tildó de “repugnantes”. Se activaba así una condena generalizada que apelaba a un consenso fundamental: la democracia y el respeto a los derechos humanos como base de la convivencia.
Sin embargo, lejos de retractarse, Kaiser redobló la apuesta en las semanas siguientes. Su estrategia no se limitó a la justificación del quiebre democrático. El 14 de julio, escaló sus ataques con un cariz misógino al afirmar que la candidata oficialista Jeannette Jara era “Bachelet con esteroides”, una frase que provocó el rechazo del Colegio de Enfermeras por “ridiculizar el liderazgo femenino”.
El punto más álgido de esta escalada discursiva llegó el 11 de agosto en el propio Congreso. Al presentar un proyecto de ley, Kaiser se refirió a las víctimas de la dictadura como “presuntos detenidos desaparecidos”. El uso del término “presuntos”, un eufemismo históricamente empleado por el régimen militar para negar las desapariciones forzadas, fue interpretado no como un error, sino como un acto deliberado de negacionismo histórico. Este hecho, sumado a la presentación y posterior retiro de un proyecto de su partido para eliminar la causal de violación en la ley de aborto, terminó por consolidar la percepción de una agenda disruptiva y revisionista.
La ofensiva de Kaiser no puede entenderse sin analizar el tablero electoral. Mientras las condenas se acumulaban, la candidata Jeannette Jara (PC) ofreció una lectura estratégica: la performance de Kaiser sería una “táctica para que Kast parezca como alguien más moderado”. Esta hipótesis sugiere una dinámica de “policía bueno, policía malo” en la ultraderecha, donde la radicalidad de uno desplaza el centro de gravedad y beneficia al otro.
Kaiser, por su parte, ha trabajado activamente para diferenciarse de José Antonio Kast. El 10 de agosto, criticó a su rival por haber moderado su programa en la segunda vuelta de 2021, prometiendo a sus electores “consecuencia política”. “Usted aquí vota Kaiser y va a recibir Kaiser”, sentenció, perfilándose como el único candidato verdaderamente intransigente de su sector.
Esta tensión ha visibilizado las grietas en la derecha. Mientras figuras de Chile Vamos como el senador Iván Moreira (UDI) calificaban de “locura” los dichos sobre el golpe, el Partido Republicano de Kast formalizaba un pacto parlamentario con el Partido Social Cristiano y el propio Partido Nacional Libertario de Kaiser, consolidando un bloque a la derecha de la derecha tradicional y evidenciando que, más allá de las diferencias de estilo, existe un espacio político compartido.
Cuarenta días después del estallido, el tema está lejos de cerrarse. La estrategia de Johannes Kaiser ha tenido un efecto innegable: logró instalar en el centro del debate presidencial los límites de la libertad de expresión, la validez de los consensos sobre memoria histórica y la legitimidad de discursos que justifican la violencia política. El debate ya no es solo sobre pensiones, seguridad o economía; es, nuevamente, sobre los fundamentos del pacto democrático chileno.
El “fantasma que vuelve a la tribuna” no es una metáfora. Es la constatación de que un sector político ha decidido utilizar el revisionismo como herramienta de posicionamiento, obligando a la sociedad a una reflexión incómoda sobre la solidez de su propia memoria y sus convicciones democráticas. La frontera de lo decible en la política chilena se ha movido, y las consecuencias de ese desplazamiento aún están por verse.