A más de un mes de la muerte del Papa Francisco, el eco de las campanas de San Pedro ha sido reemplazado por el silencio expectante del cónclave. El masivo funeral, que congregó a más de 130 delegaciones internacionales y a cientos de miles de fieles, no fue solo el adiós a un pontífice, sino el cierre de un capítulo que redefinió la imagen de la Iglesia Católica en el siglo XXI. Ahora, tras los muros de la Capilla Sixtina, 133 cardenales enfrentan una decisión que trasciende la elección de un nombre: deben definir el alma de la Iglesia post-Francisco.
El pontificado de Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa jesuita y latinoamericano, estuvo marcado por un cambio de enfoque radical. Desde su elección en 2013, priorizó las “periferias” geográficas y existenciales, abogando por los migrantes, los pobres y el cuidado del medioambiente, como plasmó en su encíclica _Laudato si'_. Sus mensajes, como los recogidos en _Amoris laetitia_ o _Fratelli tutti_, buscaron una Iglesia más pastoral y misericordiosa, a menudo en detrimento de un rigor doctrinal que sus predecesores habían enfatizado.
Este enfoque le granjeó una inmensa popularidad global y revitalizó la imagen de la institución. Sin embargo, internamente, generó una resistencia silenciosa pero tenaz. Su decisión de ser sepultado fuera del Vaticano, en la Basílica de Santa María la Mayor, en una tumba sencilla con la única inscripción “Franciscus”, fue su último gesto de ruptura con la tradición y un símbolo de su deseo de una Iglesia menos palaciega.
El período de Sede Vacante ha hecho visibles las tensiones que Francisco manejó durante su papado. Por un lado, se encuentra el sector que ve su legado como una reforma indispensable y urgente. Figuras como el cardenal chileno Fernando Chomali destacaron durante el funeral la “unidad” que Francisco generó, un llamado a continuar su camino de diálogo y cercanía. Este grupo aboga por un sucesor que profundice la sinodalidad —una Iglesia más consultiva y participativa— y mantenga el foco en la justicia social.
En el polo opuesto, el ala conservadora ha expresado sin tapujos su preocupación. Las declaraciones del cardenal alemán Gerhard Müller, ex Prefecto de la Doctrina de la Fe, advirtiendo sobre el riesgo de elegir un “Papa herético” y la posibilidad de un “cisma”, son el reflejo más claro de esta fractura. Para este sector, el pontificado de Francisco representó una ambigüedad doctrinal peligrosa, un alejamiento de la ortodoxia que debe ser corregido. La disyuntiva, según Müller, no es entre “liberales y conservadores, sino entre ortodoxia y herejía”.
El funeral de Francisco no solo fue un evento religioso, sino también un escenario de alta diplomacia. La presencia de líderes tan dispares como Donald Trump, Javier Milei, Luiz Inácio Lula da Silva y Volodímir Zelenski demostró la influencia global del papado. El breve e informal encuentro entre Trump y Zelenski, en el que se discutió un “alto al fuego”, fue una consecuencia inesperada que subraya el rol del Vaticano como actor internacional.
En Argentina, su tierra natal, el gobierno de Javier Milei, quien en el pasado lo había criticado duramente, decretó siete días de duelo nacional, calificándolo como “el argentino más importante de la historia”. Este cambio de postura ilustra la capacidad de Francisco para trascender las divisiones políticas, al menos tras su muerte.
Mientras tanto, en las calles de Roma, la narrativa era otra. Cientos de miles de fieles, muchos de ellos jóvenes, hicieron largas filas para despedirse ante su féretro y, posteriormente, visitar su tumba. Para ellos, la discusión no era sobre doctrina o poder, sino sobre la pérdida de un líder espiritual que, en palabras de una peregrina, “supo hablar al corazón de la gente”.
El cónclave que comenzó el 7 de mayo se desarrolla bajo un estricto protocolo secular, con los cardenales electores alojados en la Casa de Santa Marta y votando bajo los frescos de Miguel Ángel. Pero más allá del ritual de la fumata blanca o negra, la elección del 267º Papa es un referéndum sobre la década de Francisco.
Los cardenales no solo elegirán a un hombre, sino que optarán por una visión. ¿Será un pontífice que consolide las reformas, un pastor enfocado en lo social? ¿O será un teólogo que restaure el énfasis en la doctrina y la tradición? ¿O quizás una figura de compromiso que intente sanar la polarización? El mundo, católico y no católico, espera la respuesta que saldrá de esa chimenea. Una respuesta que definirá si la Iglesia del siglo XXI continúa el camino de la apertura o inicia una era de restauración.