El pasado 24 de junio, el 34º Juzgado del Crimen de Santiago emitió un fallo que encapsula una de las tensiones más profundas de la sociedad chilena contemporánea: la brecha entre la verdad judicial, la sanción penal y la demanda social de justicia. La resolución dio por acreditado un delito de abuso sexual perpetrado en el año 2000 por el entonces sacerdote jesuita Felipe Berríos en contra de una menor de 15 años. Sin embargo, en el mismo acto, el tribunal declaró el sobreseimiento definitivo del religioso por haber prescrito la acción penal. El delito existió, pero el tiempo borró la posibilidad de un castigo civil.
A casi dos meses de esta sentencia, la historia no se ha cerrado. Por el contrario, ha madurado hasta convertirse en un caso de estudio sobre las justicias paralelas que operan en Chile. Mientras la justicia del César aplicaba la prescripción, la justicia de Dios —o, más bien, su brazo terrenal, el derecho canónico— ya había dictado su propia sentencia en mayo de 2024: la expulsión de Berríos de la Compañía de Jesús y una suspensión de 10 años del ejercicio público del sacerdocio, un veredicto que el propio Berríos apeló.
Este doble fallo ha dejado un panorama complejo. Para las víctimas y sus representantes, la acreditación del hecho es una validación crucial de su testimonio, pero la prescripción es una forma de impunidad legalizada que niega la reparación. Para los defensores de Berríos, la prescripción es la aplicación de la ley, pero la acreditación del delito es una mancha que buscan revertir, apelando para que el sobreseimiento se base en la inexistencia de pruebas, no en el paso del tiempo.
Lejos del ruido mediático de Santiago, Felipe Berríos vive un exilio autoimpuesto en el campamento La Chimba de Antofagasta. Allí, la figura del sacerdote caído es reemplazada por la del líder comunitario. A pesar de la prohibición de oficiar misa, sigue siendo el "padre Felipe", el "guía espiritual" para una comunidad que lo defiende con lealtad. Su obra, la Fundación Recrea, continúa recibiendo importantes donaciones de influyentes familias y empresarios, demostrando que sus redes de poder e influencia permanecen, en gran medida, intactas.
Figuras públicas como la periodista Mónica González han salido en su defensa, argumentando que se está cometiendo una injusticia al equipararlo con "violadores, asesinos, criminales" y cuestionando la solidez de las denuncias. Esta defensa se centra en la idea de que Berríos es víctima de un clima social que no distingue matices. Desde esta perspectiva, su caso se ha convertido en un símbolo de la cancelación y del juicio público sin garantías.
Sin embargo, para la Compañía de Jesús y los investigadores canónicos, la multiplicidad de denuncias de distintas épocas y de mujeres que no se conocían entre sí constituye una evidencia contundente de un patrón de conducta. El caso Berríos expone así una fractura no solo judicial, sino también social: ¿es posible separar la obra de un hombre de sus actos privados? ¿El apoyo de su comunidad y de las élites invalida la gravedad de un delito acreditado por un tribunal?
El caso Berríos no es un hecho aislado. Apenas un mes después, en julio de 2025, la Corte de Apelaciones sobreseyó por prescripción una causa por abusos contra otro sacerdote emblemático, Cristián Precht, reconocido por su rol en la Vicaría de la Solidaridad durante la dictadura. Este patrón refuerza la percepción pública de que la prescripción se ha convertido en una herramienta sistemática para garantizar la impunidad de figuras eclesiásticas.
La situación resuena con lo que ocurre en otros países de la región. En Bolivia, por ejemplo, el escándalo desatado por el diario del sacerdote pederasta Alfonso Pedrajas ha llevado a un juicio inédito contra altos cargos jesuitas por encubrimiento. Estos casos internacionales, junto a los llamados del Papa León XIV a "reconstruir la credibilidad de una Iglesia herida", ponen en evidencia una crisis global de la institución, donde la justicia interna y la civil operan a ritmos y con lógicas distintas, a menudo contradictorias.
En Chile, esta contradicción es palpable. La justicia civil reconoce un hecho, pero se declara incompetente para sancionarlo por el paso del tiempo. La justicia canónica impone una sanción, pero su proceso es opaco y su efectividad, cuestionada. En medio, queda una sociedad que debate qué significa realmente la justicia.
El caso de Felipe Berríos ha trascendido la crónica judicial para instalarse en el centro del debate cultural chileno. La resolución judicial ha cerrado una puerta legal, pero ha abierto una discusión mucho más amplia y necesaria sobre la memoria, la responsabilidad y los límites del poder.
El delito fue acreditado, pero no hay condena civil. Hay una sanción canónica, pero el sancionado la apela y mantiene un férreo círculo de apoyo. La historia, por tanto, no ha concluido. Ha evolucionado hacia una nueva etapa, una donde el veredicto más importante, el social, sigue abierto y en plena deliberación. La pregunta que queda flotando no es solo si Berríos es culpable o inocente, sino qué tipo de justicia está dispuesta a aceptar la sociedad chilena cuando la ley y la moralidad no caminan de la mano.