La muerte de Brian Wilson en junio no fue un final. Fue una fractura. A dos meses de su partida, el silencio que dejó no es de ausencia, sino de tensión. Su legado, demasiado complejo para ser una sola cosa, se está descomponiendo en tres trayectorias paralelas y a menudo contradictorias. La historia de Wilson, marcada por la ambición sónica, la fragilidad mental y la presión comercial, es ahora un mapa para entender cómo el siglo XXI gestionará a sus íconos culturales del siglo XX. Su futuro no es uno, son tres.
El primer camino es el de la santificación. En este escenario, Brian Wilson deja de ser un músico pop y se convierte en un compositor clásico. Su obra, especialmente Pet Sounds y el mitológico Smile, se transforma en objeto de estudio. Las universidades analizarán sus armonías vocales y sus innovaciones en producción como hoy se estudia a Debussy. Documentales y biografías seguirán cimentando la imagen del genio torturado, el “Mozart americano” que, como dijo Paul McCartney, poseía un “misterioso sentido del genio musical”.
El motor de este futuro son los críticos, académicos y músicos de prestigio, como los artistas chilenos que en junio destacaban su complejidad armónica. La consecuencia directa será la preservación de su obra en su forma más pura. Veremos a orquestas sinfónicas interpretar Pet Sounds. Su música será sinónimo de alta cultura.
Pero el riesgo es la petrificación. Al convertirse en un objeto de museo, la música de Wilson podría perder su vitalidad. Se volverá algo que se respeta más de lo que se disfruta, una pieza de estudio divorciada de la energía caótica y juvenil que le dio origen. La narrativa del genio frágil se romantiza, pero el desorden, la paranoia y el dolor que alimentaron su creatividad se pulen hasta volverse una anécdota académica.
El segundo futuro es el más predecible y, quizás, el más lucrativo. Aquí, el complejo legado de Wilson se simplifica hasta convertirse en un producto de nostalgia. La marca “The Beach Boys”, la del sol, las chicas y los autos, se separa por completo de la oscura experimentación de su líder. Esta es la visión que Mike Love siempre defendió: música para sentirse bien, despojada de angustia existencial.
Los actores clave en este escenario son los gestores de su patrimonio, las agencias de marketing y las grandes corporaciones. Su música se usará para vender cruceros, autos y el “sueño californiano”. Las giras de hologramas son una posibilidad real, proyectando una versión eternamente joven de la banda que nunca envejece ni sufre.
El resultado es una comoditización de la alegría. La música de Wilson se convierte en una banda sonora funcional, eficiente y rentable. El conflicto detrás de Smile, su lucha con la salud mental y las presiones de la industria son eliminados del relato comercial. Este futuro no vende la historia completa de Brian Wilson, vende su parte más fácil y feliz. Es un legado curado para el consumo masivo, donde no hay espacio para la disonancia.
El tercer camino es el más incierto y radical. En lugar de preservar o vender su música, este futuro busca reanimar su proceso creativo. Se enfoca en el Wilson productor, el que usaba el estudio como un instrumento y construía canciones a partir de fragmentos inconexos. Su método se convierte en materia prima para la inteligencia artificial.
Los protagonistas aquí son los desarrolladores de IA, productores musicales y artistas experimentales. Se crearán algoritmos entrenados con las miles de horas de grabación de las sesiones de Smile. Estos modelos no buscarán imitar a los Beach Boys, sino aplicar el “método Wilson” a nuevos géneros. Podríamos ver a un artista de trap usando una IA basada en Wilson para generar progresiones armónicas complejas o texturas sonoras inesperadas.
Este escenario abre un profundo debate ético. ¿Es legítimo usar la mente de un artista fallecido para crear algo nuevo? ¿Podría una IA “terminar” proyectos que Wilson dejó inconclusos, como su soñado álbum de covers de rock & roll? Su legado dejaría de ser un conjunto de obras terminadas para convertirse en un fantasma creativo, un algoritmo que sigue influyendo en la música de formas que él nunca imaginó. Sería la continuación de su espíritu innovador, pero a costa de disolver su autoría.
Estos tres futuros coexistirán. Habrá un Brian Wilson para el conservatorio, uno para los comerciales de televisión y otro para los productores de vanguardia. La verdadera pregunta que su muerte nos obliga a enfrentar es cuál de ellos dominará la narrativa. La respuesta definirá no solo cómo recordaremos a Brian Wilson, sino cómo nuestra cultura decide relacionarse con sus genios: si los encierra en un museo, los convierte en una marca o libera sus fantasmas para que sigan creando.