A más de un mes de su fallecimiento, el eco del pontificado de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, resuena con fuerza en los muros del Vaticano, donde el Colegio Cardenalicio se ha reunido para una de las decisiones más cruciales del siglo XXI. La muerte del primer Papa latinoamericano, ocurrida el 21 de abril, no solo cerró un capítulo de doce años, sino que abrió un profundo debate sobre la dirección futura de la Iglesia Católica. Más allá del luto inmediato y los homenajes globales, lo que hoy se delibera es la continuidad o la corrección de un legado que priorizó las periferias sobre los palacios.
Francisco falleció a los 88 años, tras meses de una salud visiblemente deteriorada. Sin embargo, su final fue coherente con su papado. El Cardenal y Arzobispo de Santiago, Fernando Chomali, quien viajó a Roma para participar en el cónclave, lo describió como un hombre que “murió con las botas puestas”, destacando que hasta en sus últimas horas su mensaje fue un llamado a la paz y la misericordia. Esta imagen de un líder activo hasta el final consolidó la percepción de un pontificado en constante movimiento, dedicado a los pobres y a la crítica de las injusticias globales.
La respuesta en Chile fue un reflejo de la dualidad del Estado laico y su población mayoritariamente católica. El Presidente Gabriel Boric decretó tres días de duelo nacional, un gesto que siguió la tradición de su predecesor Ricardo Lagos ante la muerte de Juan Pablo II. Boric destacó a Francisco como un “hombre comprometido con la justicia social” que realizó un “esfuerzo sincero por acercar la Iglesia a la humanidad que más sufre”. Una delegación de alto nivel, encabezada por el canciller Alberto van Klaveren y los presidentes de ambas cámaras del Congreso, Manuel José Ossandón (RN) y José Miguel Castro (RN), asistió a los funerales, evidenciando un respeto transversal que superó las divisiones políticas.
Los ritos fúnebres de Francisco fueron, en sí mismos, un último manifiesto. Rompiendo con una tradición centenaria, su cuerpo fue expuesto en un sencillo féretro de madera, evitando el catafalco ornamentado de sus predecesores. Su voluntad más disruptiva, sin embargo, fue la elección de su sepultura. En lugar de las grutas vaticanas, eligió la Basílica de Santa María la Mayor, un lugar de profundo significado personal y jesuita. Esta basílica, donde San Ignacio de Loyola celebró su primera misa, era visitada por Bergoglio antes y después de cada viaje apostólico para orar ante el ícono de la Salus Populi Romani (Protectora del Pueblo Romano).
Esta decisión no fue meramente personal; fue un acto simbólico que descentraliza el poder simbólico del Vaticano y refuerza su visión de una Iglesia menos autorreferencial. La elección de una tumba sencilla, “en la tierra, sin decoración particular”, subraya la humildad que predicó durante su papado. Este gesto, aunque sutil, fue un desafío a la pompa y la monarquía papal, un tema que sin duda resuena en las congregaciones generales previas al cónclave.
El pontificado de Francisco no estuvo exento de tensiones. Su estilo directo y sus reformas generaron admiración en muchos sectores, pero también fuertes críticas del ala más conservadora de la Iglesia. Su apertura en temas como la acogida a divorciados vueltos a casar y a personas de la comunidad LGTBIQ+, junto con su énfasis en la misericordia por sobre la doctrina rígida, crearon una disonancia que el próximo Papa deberá gestionar.
Un microcosmos de su legado se pudo observar durante la capilla ardiente. Mientras cardenales y dignatarios desfilaban, una religiosa de 81 años, sor Geneviève Jeanningros, rompió el protocolo para orar junto al féretro. Conocida como la “enfant terrible” por el propio Francisco, su ministerio se dedica a acompañar a mujeres transexuales y feriantes en la periferia de Roma. Su presencia allí, respetada por la guardia, fue la imagen viva de la Iglesia que Francisco soñó: una que sale a los márgenes y abraza a los excluidos.
En su Argentina natal, la reacción fue igualmente compleja. Multitudes se congregaron en la Catedral de Buenos Aires para una emotiva despedida, celebrando al “padre de todos”. Sin embargo, bajo la superficie del orgullo nacional persiste el dolor de que nunca visitara su patria como Papa, una ausencia que dejó preguntas sin responder y que muestra cómo su figura global a veces entró en conflicto con las expectativas locales.
Con el cónclave ya en marcha desde el 7 de mayo, los 133 cardenales electores, entre ellos el chileno Fernando Chomali, enfrentan una pregunta fundamental: ¿buscar un continuador del camino de Francisco o un pontífice que modere sus reformas? Chomali, descartando cualquier posibilidad para sí mismo, ha delineado el perfil que considera necesario: “un perfil evangélico que haga bien a la sociedad”, más allá de alineaciones políticas. Su declaración apunta a un líder pastoral, no a un gestor o un ideólogo.
El mundo observa, y la atención mediática ha alcanzado todos los rincones, generando incluso reacciones insólitas como la del expresidente estadounidense Donald Trump, quien bromeó con que le “gustaría ser Papa”. Aunque anecdótico, este tipo de comentarios subraya la magnitud del evento. La fumata blanca que emerja de la Capilla Sixtina no solo anunciará un nuevo nombre, sino que definirá si la revolución de la misericordia y la sencillez de Francisco fue el inicio de una nueva era o una excepcional pausa en la historia de la Iglesia.