
En el último mes, la Región Metropolitana ha sido escenario de una serie de crímenes violentos que han conmocionado a la opinión pública y dejado en evidencia las profundas grietas en los sistemas de seguridad y justicia. Cinco homicidios con armas de fuego y arma blanca, cometidos en circunstancias que oscilan entre la premeditación y la violencia espontánea, han marcado un capítulo oscuro en la vida cotidiana de comunas como Peñalolén, Conchalí, San Ramón y Puerto Montt.
Vecinos de Peñalolén y Conchalí relatan una sensación creciente de inseguridad, que va más allá del miedo a ser víctimas: es la impotencia ante la sensación de que la violencia se ha naturalizado. "Ya no se puede salir tranquilo, ni siquiera a la esquina", comenta una vecina de Peñalolén, quien prefirió mantener su identidad en reserva.
Por su parte, organizaciones sociales y expertos en seguridad pública denuncian que la cadena de hechos violentos refleja la falta de políticas integrales que aborden no solo la represión del delito, sino también sus causas estructurales: pobreza, exclusión social, debilidad en la rehabilitación y reinserción de los delincuentes.
Las autoridades del Ministerio Público y Carabineros han desplegado equipos especializados, como el Equipo de Crimen Organizado y Homicidios (ECOH) y la Brigada de Homicidios (BH) de la PDI, para investigar cada caso. Sin embargo, la rapidez en la detención no siempre se traduce en justicia efectiva ni en prevención real.
En contraste, desde el gobierno se han anunciado planes para fortalecer la seguridad ciudadana y mejorar la coordinación entre policías y justicia, aunque los plazos y resultados concretos siguen siendo materia de debate.
El caso del joven músico asesinado por un hombre en arresto domiciliario ha generado una ola de cuestionamientos sobre la eficacia de las medidas cautelares y la capacidad del sistema para garantizar la seguridad pública.
Este episodio se suma a una larga lista de críticas hacia un sistema judicial que muchas veces parece reaccionar tarde y con poca contundencia, generando un círculo vicioso de violencia e impunidad.
La cadena de homicidios recientes no es un fenómeno aislado ni casual. Refleja tensiones sociales profundas y un sistema de seguridad que enfrenta desafíos estructurales. La impunidad, la debilidad en el control de medidas cautelares y la falta de estrategias preventivas integrales son elementos que alimentan la violencia.
Este ciclo de violencia y respuestas insuficientes no solo afecta a las víctimas directas, sino que erosiona la confianza ciudadana en las instituciones, alimenta la sensación de inseguridad y dificulta la convivencia democrática.
En este escenario, la pregunta que queda flotando es cómo construir un sistema que no solo persiga el delito, sino que también prevenga, rehabilite y promueva una cultura de paz. La tragedia ajena, que se repite con dolorosa frecuencia, debería ser motivo para una reflexión profunda y un cambio real, antes de que la violencia se convierta en la norma y no en la excepción.