
En la recta final de la carrera presidencial chilena, la cultura emerge como un terreno poco transitado, eclipsado por temas como seguridad, economía y migración. Este silenciamiento no es casual ni superficial; refleja un cambio profundo en cómo las candidaturas abordan un sector que históricamente fue campo de batalla político, pero que hoy enfrenta un riesgo tangible de deslegitimación pública y reducción presupuestaria.
Desde la derecha, la candidata Evelyn Matthei presenta un programa acotado pero técnicamente sólido, sin embargo, ha utilizado la cultura como ejemplo para justificar recortes presupuestarios, contraponiendo el Ministerio de las Culturas con la Fiscalía, lo que ha generado críticas por un aparente ninguneo hacia el sector.
Por su parte, José Antonio Kast ha reducido drásticamente su agenda cultural respecto a elecciones anteriores, pasando de 46 medidas a un único plan de inversiones a largo plazo. Esta simplificación ha generado incertidumbre sobre si se trata de un cambio estratégico o una mera reducción de compromiso.
En el extremo más crítico, Johannes Kaiser propone una "batalla cultural" que busca desinstalar ideologías de género, recuperar un lenguaje único y revisar la oferta literaria en bibliotecas para eliminar contenidos que considera "ideológicos o corruptos". Esta visión, que combina un discurso moralizador con una fuerte desconfianza hacia la institucionalidad cultural, genera preocupación por su viabilidad y por el impacto en la diversidad cultural.
En el espectro opuesto, Jeanette Jara, única candidata de izquierda con un programa cultural definido, presenta una propuesta técnicamente más sólida y con visión de largo plazo. Sin embargo, su tardanza en abordar el tema y la ausencia de un representante en el debate cultural de Valdivia evidencian una descoordinación que debilita la presencia del sector en la agenda pública.
Esta dispersión y omisión en torno a la cultura no solo refleja diferencias ideológicas, sino que también pone en evidencia una disputa más profunda: entre quienes conciben la cultura como un pilar del desarrollo social y quienes la ven como un instrumento político o un gasto prescindible.
El riesgo para Chile es tangible. La experiencia internacional con Bolsonaro, Milei o Trump muestra que la reducción presupuestaria y la politización extrema pueden desmantelar avances culturales y erosionar la diversidad y riqueza artística. En un país donde la cultura fue motor de identidad y memoria, esta crisis silenciosa podría traducirse en pérdida de patrimonio, menos oportunidades para creadores y un debilitamiento del tejido social.
El desafío para el próximo gobierno será, entonces, superar la disonancia y construir políticas culturales basadas en evidencia, diálogo plural y visión de largo plazo, que reconozcan la cultura no como un lujo, sino como un derecho y un motor esencial para la cohesión y desarrollo del país.
2025-11-09