
Durante los últimos meses, Chile ha experimentado una serie sostenida de movimientos sísmicos que, aunque en su mayoría de magnitud moderada, han reactivado la atención pública y técnica sobre la preparación ante terremotos. Desde septiembre hasta noviembre de 2025, el Centro Sismológico Nacional de la Universidad de Chile ha reportado una cadena de sismos con magnitudes que han fluctuado entre 3.1 y 4.9, localizados principalmente en zonas del norte y centro del país, como Quintero, Socaire, Calama y Copiapó.
Este fenómeno no es aislado ni inesperado. Chile, ubicado en el límite entre las placas tectónicas de Nazca y Sudamericana, vive una realidad geológica marcada por la constante tensión de estas masas continentales. Sin embargo, la reciente secuencia de sismos ha puesto en el centro del debate público y político la eficacia de las medidas de prevención y respuesta ante un eventual gran terremoto.
Desde el gobierno y las instituciones de gestión de riesgos, como Senapred, se ha insistido en la necesidad de mantener la calma y reforzar las campañas de educación ciudadana. Las recomendaciones incluyen protocolos claros para actuar durante y después de un sismo, actualización de infraestructuras y simulacros periódicos.
En contraste, sectores de la academia y la sociedad civil han expresado inquietudes sobre la percepción de seguridad que se transmite a la población. Algunos expertos advierten que la frecuencia de estos sismos podría ser indicativa de una acumulación de energía que, eventualmente, podría desencadenar un terremoto de mayor magnitud, similar al ocurrido en 2010.
Por otro lado, comunidades locales, especialmente en el norte y centro del país, viven con una mezcla de resignación y alerta constante. La experiencia histórica de desastres naturales ha generado una cultura de prevención, pero también un desgaste psicológico que no debe subestimarse.
A partir de este ciclo sísmico, se pueden establecer algunas certezas: primero, que la actividad sísmica en Chile continúa siendo una realidad ineludible y que la preparación debe ser permanente y adaptativa. Segundo, que la comunicación pública debe equilibrar el rigor científico con la sensibilidad social para evitar la alarma innecesaria sin caer en la complacencia.
Finalmente, la reciente oleada de temblores ha reactivado la discusión sobre la inversión en infraestructura resiliente, la actualización de normativas urbanísticas y la integración de las comunidades en los procesos de gestión del riesgo.