
El sistema judicial chileno enfrenta una encrucijada que trasciende la resolución de casos específicos para tocar el núcleo de su legitimidad y confianza ciudadana. El 22 de octubre de 2025, el Tercer Tribunal Oral en lo Penal de Santiago absolvió a los últimos ocho acusados del Caso SQM, incluyendo figuras políticas de alto perfil como Pablo Longueira y Marco Enríquez-Ominami. Esta decisión, que pone fin a una investigación que se extendió por más de una década, ha sido recibida con una mezcla de sorpresa y cuestionamientos, especialmente por la dura crítica que la jueza presidenta María Teresa Barrientos formuló contra la Fiscalía por la "poca prolijidad" y la dilación excesiva del proceso judicial.
"Tanta ha sido la dilación en la resolución de la causa, que las penas requeridas estarían prácticamente cumplidas", señaló Barrientos, enfatizando una violación flagrante del derecho a ser juzgados en un tiempo razonable. Para muchos, este fallo no solo es una derrota para el Ministerio Público, sino también un síntoma de la profunda crisis que afecta a la justicia chilena.
Esta crisis se profundiza cuando se observa el contexto más amplio en que se inscribe, marcado por el escándalo del Caso Ulloa. El ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Antonio Ulloa, fue mantenido en su cargo pese a evidencias de corrupción judicial que incluyen filtraciones de información y tráfico de influencias. Las filtraciones de audios y documentos revelaron una red de complicidades entre Ulloa y abogados influyentes, que distorsionan el principio de imparcialidad y erosionan la confianza pública. La decisión de la Corte Suprema de mantenerlo, en una votación dividida y con un quórum que impidió su remoción, ha sido interpretada como un mensaje de impunidad y corporativismo judicial.
Claudio Nash Rojas, académico y experto en derechos humanos, señala que "esta desigualdad en el acceso a la justicia no es una cuestión abstracta: la Corte Suprema, al priorizar la permanencia de Ulloa, refuerza la brecha, golpeando el estado de derecho al erosionar la percepción de imparcialidad".
La conjunción de estos hechos pone en evidencia una tensión fundamental: la justicia como garante de derechos y equidad frente a un sistema permeable a influencias políticas, económicas y personales. Desde la perspectiva ciudadana, la percepción de que la justicia opera con doble estándar —donde los poderosos y sus redes logran evadir responsabilidades mientras los ciudadanos comunes enfrentan trabas y demoras— alimenta la desconfianza y la fragmentación social.
Por otro lado, voces desde el ámbito jurídico y académico advierten que el problema no es solo la corrupción o la dilación, sino una falla sistémica que requiere reformas estructurales. La creación de un consejo de magistratura autónomo, auditorías independientes y mecanismos efectivos de rendición de cuentas son propuestas recurrentes para restaurar la credibilidad institucional.
En paralelo, la justicia chilena también enfrenta críticas por su respuesta en casos de violencia de género, como se ha evidenciado en la controversia por la reducción de condenas a agresores de mujeres, lo que añade otra capa de cuestionamiento a su sensibilidad y perspectiva social.
En definitiva, estos episodios recientes no solo reflejan desafíos puntuales, sino que configuran un cuadro complejo donde la justicia chilena debe confrontar su bicentenaria crisis de legitimidad. La tensión entre la necesidad de impartir justicia efectiva y la presión de intereses internos y externos plantea un desafío mayúsculo para el Estado de Derecho. La ciudadanía observa expectante, consciente de que la justicia no es solo un sistema técnico, sino un pilar esencial para la convivencia democrática y la garantía de derechos.
La conclusión que emerge es clara: sin una justicia independiente, transparente y accesible, el tejido democrático chileno corre riesgos crecientes de fractura y desconfianza social. La demanda por una justicia que no solo juzgue, sino que también inspire confianza y equidad, es más urgente que nunca.
2025-11-04