
El pasado 31 de agosto, un terremoto de magnitud 6,0 sacudió la región oriental de Afganistán, con epicentro cercano a Jalalabad y la provincia de Kunar, fronteriza con Pakistán. El sismo ocurrió a apenas ocho kilómetros de profundidad, lo que amplificó su poder destructivo. La sacudida se sintió hasta en Kabul, a más de 200 kilómetros, y en Islamabad, Pakistán, a casi 400 kilómetros.
El balance oficial, confirmado por autoridades talibanes, habla de al menos 800 muertos y más de 2.500 heridos, aunque estas cifras permanecen en constante revisión y se teme que aumenten. Las provincias más afectadas son Kunar, Nangarhar, Laghman y Nuristán. Las aldeas más remotas quedaron arrasadas, con cientos de viviendas construidas en adobe y piedra colapsadas.
Este terremoto no es un hecho aislado. Afganistán, situado en el cinturón sísmico donde convergen las placas tectónicas india y euroasiática, ha sufrido en los últimos años varios desastres similares. En octubre de 2023, otro sismo de magnitud 6,3 en la provincia de Herat dejó cerca de 1.500 muertos. La repetición de estas tragedias pone en evidencia la persistente vulnerabilidad del país.
La geografía montañosa y la precariedad de la infraestructura han convertido las labores de rescate en una odisea. Deslizamientos de tierra y carreteras bloqueadas impiden el acceso a las zonas más afectadas. Equipos de emergencia y helicópteros han sido desplegados, pero la magnitud del daño supera la capacidad logística local.
“La gente pobre de esta zona lo ha perdido todo. Hay muerte en cada casa, y bajo los escombros de cada techo, hay cadáveres,” relató Muhammad Aziz, un obrero de Kunar, describiendo la devastación humana y material.
La respuesta del régimen talibán ha sido objeto de críticas y desconfianza. Aunque funcionarios como el portavoz Zabihullah Mujahid afirmaron que los equipos de apoyo están movilizados, la ayuda efectiva y la coordinación han sido insuficientes y lentas. El régimen enfrenta limitaciones financieras y un sistema sanitario debilitado por años de sanciones y recortes en la ayuda internacional.
Desde la comunidad internacional, la reacción ha sido tibia y fragmentada. Naciones Unidas y la Unión Europea expresaron condolencias y anunciaron asistencia, pero la escasez de recursos y la complejidad política en Afganistán limitan la efectividad de la ayuda.
“Espero que la comunidad de donantes no dude a la hora de apoyar los esfuerzos de ayuda,” declaró Filippo Grandi, Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, subrayando la urgencia de la crisis.
En este escenario, la tragedia se suma a una crisis humanitaria crónica. Más de la mitad de la población afgana necesita asistencia, y millones enfrentan inseguridad alimentaria, desplazamiento forzado y precariedad económica. El terremoto golpea justo cuando más de 1,7 millones de afganos han retornado desde Irán y Pakistán, muchas veces sin condiciones dignas.
La tragedia en Afganistán es una tragedia de múltiples capas: un desastre natural que desnuda la fragilidad institucional, la pobreza estructural y la ausencia de un sistema de protección social eficaz.
La catástrofe obliga a preguntarse no solo cómo mejorar la respuesta ante futuros desastres, sino también cómo abordar las causas profundas que convierten a las poblaciones más vulnerables en víctimas recurrentes. Mientras tanto, las familias afganas siguen enfrentando la pérdida, el dolor y la incertidumbre en un país donde la ayuda y la esperanza llegan con cuentagotas.