
Una operación policial sin precedentes en Río de Janeiro sacudió a Brasil y al mundo en la última semana de octubre de 2025. El megaoperativo contra el grupo criminal Comando Vermelho dejó un saldo oficial de 132 muertos, incluidos cuatro policías, y más de 80 detenidos. La magnitud de la acción y la brutalidad de sus consecuencias han abierto un debate que atraviesa las fronteras del estado fluminense y enfrenta a distintos actores sociales, políticos y organismos internacionales.
El 28 de octubre, cerca de 2.500 agentes de la Policía Civil y Militar de Río desplegaron un operativo masivo en las favelas de Penha y Alemão, con el objetivo de ejecutar 100 órdenes de detención contra miembros del Comando Vermelho, la organización criminal más poderosa de la región. La acción fue calificada por el gobernador Cláudio Castro —aliado del expresidente Jair Bolsonaro— como un "éxito histórico" y un golpe decisivo contra el narcoterrorismo.
Sin embargo, la realidad fue mucho más cruda. Los cuerpos de los fallecidos, en su mayoría jóvenes hombres con antecedentes penales, quedaron expuestos en la Plaza São Lucas, a la vista de vecinos y familiares que buscaban a sus seres queridos. La Defensoría Pública local elevó la cifra oficial a 132 muertos, mientras que el gobierno estatal reconoció inicialmente 58, admitiendo que el número probablemente aumentaría.
Los ecos de la tragedia se escucharon en dos direcciones opuestas. Por un lado, encuestas posteriores revelaron que entre un 57% y un 64% de los habitantes de Río apoyan la operación policial, con mayor respaldo en sectores de derecha y entre hombres. Según sondeos de Datafolha y Genial/Quaest, el apoyo es casi unánime (93%) entre electores bolsonaristas, mientras que un 35% de la izquierda también aprueba la acción. La percepción de que "bandido bom é bandido morto" (el buen criminal es el criminal muerto) sigue vigente en amplios sectores.
No obstante, esta aprobación no se traduce en una sensación de mayor seguridad. Más de la mitad de los encuestados afirmaron sentirse menos seguros tras el operativo, temiendo represalias y una escalada del conflicto armado en las favelas.
En contraposición, organismos internacionales y defensores de derechos humanos alzaron la voz con firmeza. El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, calificó la operación como parte de un ciclo de "brutalidad extrema" y exigió una reforma integral de los métodos policiales brasileños. La ONU denunció el uso desproporcionado de la fuerza, el racismo sistémico que afecta desproporcionadamente a la población negra y la necesidad urgente de respetar los estándares internacionales sobre uso de la fuerza.
En las calles de Río, miles de manifestantes salieron a exigir justicia y el fin de la violencia estatal. Familias de víctimas, líderes sindicales y activistas denunciaron la criminalización de las comunidades pobres y reclamaron que el Estado deje de ver a sus ciudadanos como enemigos.
“El Estado tiene que tratar y cuidar a su pueblo, a toda su población”, afirmó Raimunda de Jesús, líder sindical, en una de las protestas más multitudinarias desde la tragedia. La presión llevó al Tribunal Supremo a citar al gobernador Cláudio Castro para declarar sobre el uso de la fuerza y la legalidad del operativo.
El gobernador Castro, que enfrentaba acusaciones por abuso de poder, vio subir su popularidad en medio de la crisis, impulsado por el respaldo de sectores conservadores y empresariales. Sin embargo, la fractura social y la condena internacional plantean interrogantes sobre el futuro de la política de seguridad en Río y Brasil.
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que enfrenta su propia batalla electoral en 2026, se mostró "horrorizado" y anunció la creación de una comisión para coordinar acciones entre el gobierno federal y el estado, buscando contener la violencia y responder a las demandas sociales.
Esta tragedia pone en evidencia una verdad incómoda: la seguridad pública en Brasil se encuentra atrapada en un círculo vicioso de violencia extrema, racismo estructural y desconfianza mutua entre el Estado y las comunidades más vulnerables. La polarización entre quienes exigen mano dura y quienes reclaman justicia y derechos humanos profundiza la fractura social.
El operativo en Río no solo es un episodio aislado, sino un síntoma de problemas estructurales que requieren soluciones integrales y respetuosas de la dignidad humana. La legitimidad de la seguridad pública no puede sustentarse únicamente en cifras de muertos ni en el respaldo popular condicionado por el miedo y la inseguridad.
La pregunta que queda abierta es si Brasil podrá romper el ciclo de violencia y construir un modelo de convivencia que integre justicia, seguridad y respeto a los derechos fundamentales, o si seguirá alimentando una tragedia donde el Estado y sus ciudadanos se enfrentan como enemigos irreconciliables.