
Atacama, ese vasto lienzo de roca y silencio, no es solo el desierto más árido del planeta. Es un escenario donde convergen historias antiguas, desafíos científicos modernos y tradiciones que resisten el paso del tiempo.
Hace apenas días, un equipo multidisciplinario reveló que hace 230 millones de años, durante el Triásico, lo que hoy conocemos como el Desierto de Atacama era un ecosistema verde, vibrante y lleno de vida acuática y terrestre. El paleontólogo Philippe Moisan, líder del estudio, invita a dejar atrás la imagen del desierto actual para imaginar helechos con semillas, tiburones de agua dulce, insectos completos y mamíferos primitivos que habitaban la región. 'Nos ha sorprendido la diversidad y la calidad de preservación de estos fósiles, únicos para Chile y el hemisferio sur', afirma Moisan. Este hallazgo no solo trastoca la narrativa naturalista, sino que también empodera a la comunidad local, tradicionalmente reconocida solo por su minería extractiva, con un orgullo renovado por su patrimonio ancestral.
Mientras la ciencia mira al pasado, el presente y futuro de Atacama brillan con luz propia. El Observatorio ALMA, situado a casi 3.000 metros sobre el nivel del mar, acaba de romper su propio récord de observaciones científicas con 4.496 horas de datos de alta calidad en un año, a pesar de enfrentar uno de los inviernos más duros en una década. Sergio Martín, jefe de Operaciones Científicas, resalta la resiliencia y compromiso del equipo humano detrás de esta hazaña. ALMA no solo es un emblema de la excelencia tecnológica chilena, sino también un símbolo de cómo condiciones extremas pueden ser un motor de innovación y conocimiento global.
Pero Atacama no es solo ciencia y desierto árido. En Toconao, Patricia Lorena Pérez, recolectora y paisajista indígena Lickan Antay, mantiene viva una herencia ancestral que conecta a la comunidad con su entorno natural. 'La gente piensa que en el desierto no hay nada, pero en el desierto hay vida', afirma Patricia, quien desde niña aprendió de su abuela a identificar y cuidar plantas medicinales y culinarias únicas de la zona. Su marca, La Atacameña, es hoy un puente entre la medicina tradicional y la alta gastronomía chilena, colaborando con chefs como Rodolfo Guzmán para revalorizar estas hierbas en platos contemporáneos.
Estos tres relatos —el pasado remoto revelado por la paleontología, el presente científico de vanguardia y la tradición viva que protege el entorno— se entrelazan en Atacama para ofrecer una narrativa compleja y enriquecedora.
Desde perspectivas políticas, algunos sectores valoran el impulso a la ciencia y la cultura local como un motor para diversificar la economía regional y nacional. Otros advierten sobre la necesidad de equilibrar desarrollo con respeto a comunidades indígenas y medioambiente. Socialmente, la región enfrenta desafíos asociados a la desertificación, pero también oportunidades para fortalecer identidad y autonomía.
En definitiva, Atacama no es un territorio estático ni monolítico. Es un espacio vivo, en que las rocas hablan de un pasado húmedo y biodiverso, los telescopios capturan secretos del cosmos, y las manos indígenas siguen cuidando el legado de la tierra.
Lo que podemos concluir es que el desierto más árido del mundo es también uno de los más ricos en historia, ciencia y cultura, y que su futuro dependerá de cómo se integren estos elementos en una visión sostenible y plural. La verdadera riqueza de Atacama está en su capacidad para seguir sorprendiendo, enseñando y nutriendo a Chile y al mundo, no solo con minerales y energía, sino con conocimiento, tradición y esperanza.