
El 28 de octubre de 2025, el huracán Melissa tocó tierra en Jamaica como un fenómeno de categoría 5, con vientos sostenidos que alcanzaron casi 300 km/h y una presión central de 917 milibares, convirtiéndose en la tormenta más poderosa registrada en la historia de la isla caribeña. “No hay infraestructura en la región que pueda resistir un huracán de esta magnitud”, advirtió el Primer Ministro Andrew Holness, anticipando la magnitud del desastre y la incertidumbre de la recuperación.
Melissa no solo se llevó vidas y hogares, sino que puso en evidencia la vulnerabilidad estructural y social de Jamaica. Al menos siete personas murieron antes incluso de que la tormenta golpeara con fuerza, víctimas de accidentes durante los preparativos. El balance final, aunque aún en revisión, supera las cifras de huracanes históricos como Gilbert (1988), que dejó 49 muertos.
El fenómeno avanzó lentamente, a apenas 5-8 km/h, prolongando la exposición a vientos huracanados y lluvias torrenciales que causaron marejadas ciclónicas de hasta 4 metros, inundaciones masivas y deslizamientos de tierra. Miles quedaron sin electricidad y comunicaciones, con carreteras bloqueadas por árboles y escombros. La capital Kingston y regiones costeras como Westmoreland y Saint Elizabeth sufrieron daños severos.
La respuesta oficial fue rápida pero chocó con la realidad social. Las autoridades ordenaron evacuaciones obligatorias para proteger vidas, con especial énfasis en zonas costeras vulnerables. Sin embargo, un sector significativo de la población rechazó abandonar sus hogares. “No me voy a mover. No creo poder escapar de la muerte”, dijo Roy Brown desde Port Royal, reflejando una mezcla de miedo, desconfianza hacia los refugios y resignación.
Esta resistencia evidenció tensiones previas: años de experiencias negativas en refugios gubernamentales, falta de confianza en las instituciones y precariedad económica que impide a muchos abandonar sus medios de vida. La disonancia entre la urgencia oficial y la percepción ciudadana se convirtió en un drama paralelo a la tormenta misma.
Mientras Jamaica luchaba con las secuelas, Melissa avanzó hacia Cuba, donde más de 600.000 personas fueron evacuadas ante la amenaza de lluvias intensas y marejadas ciclónicas. Aunque debilitado a categoría 3, el huracán mantuvo un riesgo alto para la vida y la infraestructura, especialmente en Santiago de Cuba y la región oriental.
Desde diversas perspectivas, el fenómeno desnudó realidades y desafíos:
- Política y gestión pública: El gobierno jamaicano enfrentó críticas por la capacidad limitada para comunicar eficazmente y garantizar refugios seguros. La rapidez de la tormenta y la lentitud en la infraestructura aumentaron la sensación de abandono.
- Impacto social y desigualdad: Las comunidades más pobres y rurales fueron las más afectadas, con acceso reducido a recursos para la preparación y recuperación. La red de mujeres productoras rurales, representada por Tamisha Lee, alertó que la ayuda demoraría debido a la inaccesibilidad y falta de electricidad.
- Perspectiva internacional: Organismos como la Organización Meteorológica Mundial calificaron a Melissa como la “tormenta del siglo” para Jamaica, mientras la Cruz Roja advirtió sobre el aislamiento de comunidades enteras y la necesidad de una respuesta humanitaria prolongada.
Finalmente, la tragedia de Melissa permite algunas constataciones claras. Primero, que los huracanes de alta intensidad, exacerbados por el cambio climático y las elevadas temperaturas del mar Caribe, son una amenaza creciente para la región. Segundo, que la preparación y la resiliencia no solo dependen de la tecnología o la infraestructura, sino de la confianza social y la equidad en el acceso a recursos.
Melissa dejó a Jamaica no solo con daños materiales, sino con heridas sociales que tardarán en sanar. La reconstrucción será una maratón, no una carrera, y exigirá no solo inversión sino diálogo y reconocimiento de las voces que se negaron a ser desplazadas.
Mientras el Caribe se recupera, la tormenta también deja una invitación a repensar cómo las sociedades enfrentan no solo los fenómenos naturales, sino las desigualdades que amplifican su impacto.