Un giro inesperado en la cardiología mundial pone en jaque una práctica establecida durante más de cuatro décadas. Un macroestudio internacional, presentado el 10 de noviembre de 2025 en la reunión anual de la American Heart Association en Nueva Orleans, analizó datos de casi 18.000 pacientes que sobrevivieron a un infarto y mantienen una función cardíaca adecuada, concluyendo que el uso rutinario de betabloqueantes no aporta beneficios significativos a la mayoría de ellos.
El equipo liderado por los renombrados cardiólogos Valentín Fuster y Borja Ibáñez, desde el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC) en Madrid, demostró que tras un seguimiento de casi cuatro años, no hay diferencias en eventos cardiovasculares mayores entre quienes continúan con betabloqueantes y quienes no los toman. Este hallazgo desafía una práctica médica que ha sido casi dogmática desde la década de 1970.
"Hablamos de decenas o cientos de millones de personas en el mundo, es una barbaridad", afirmó Ibáñez, consciente de la magnitud del cambio. Sin embargo, no todos los actores del sistema de salud han recibido esta noticia con los brazos abiertos. Javier Padilla, alto funcionario del Ministerio de Sanidad español, expresó escepticismo ante estos resultados, señalando la existencia de "artículos contradictorios" y advirtiendo sobre "los cantos de sirena de hallazgos muy llamativos".
Esta tensión refleja el choque entre la evidencia emergente y la práctica clínica arraigada, que en muchos casos se basa en estudios y protocolos anteriores a la generalización de tecnologías como los stents coronarios, que han cambiado radicalmente el pronóstico post-infarto.
Para los defensores del cambio, como Fuster —quien dejó de prescribir betabloqueantes a pacientes con infartos no complicados hace una década—, el estudio es "revolucionario" y marca un antes y un después en el tratamiento. Además del impacto clínico, se vislumbra un ahorro económico considerable: en España, se estima que 1,2 millones de personas podrían dejar de consumir estos medicamentos innecesariamente, generando un ahorro superior a 35 millones de euros anuales para el sistema público.
Por otra parte, críticos advierten que no todos los pacientes están en esta categoría; quienes sufren arritmias, insuficiencia cardíaca crónica o disfunción del corazón sí requieren betabloqueantes, por lo que cualquier cambio debe ser supervisado cuidadosamente por especialistas.
Este estudio no solo cuestiona un estándar terapéutico, sino que pone en evidencia la necesidad de actualizar protocolos y educar tanto a médicos como a pacientes sobre los avances y límites de los tratamientos tradicionales. El seguimiento internacional incluyó países con distintos sistemas de salud y perfiles demográficos —España, Suecia, Noruega, Dinamarca, Italia y Japón— otorgando robustez y aplicabilidad global a los resultados.
Además, se advierte que la comunidad médica suele resistirse al cambio, especialmente cuando implica dejar atrás prácticas consideradas "evangelio" durante años, como contó Fuster, discípulo de Desmond Julian, pionero en la prescripción de betabloqueantes hace 50 años.
Este episodio es una muestra clara de cómo la ciencia evoluciona y desafía certezas, y cómo la medicina debe adaptarse para optimizar resultados y minimizar daños. La evidencia acumulada apunta a que muchos pacientes podrían beneficiarse al suspender un medicamento que, aunque barato y aparentemente inocuo, tiene efectos secundarios no menores y no mejora su pronóstico.
"Nadie debería dejar su tratamiento sin consultar a su cardiólogo", advierten Ibáñez y Fuster, enfatizando la responsabilidad compartida en la transición hacia un modelo terapéutico más personalizado y actualizado.
En definitiva, esta historia es un llamado a la revisión crítica de prácticas médicas, al diálogo abierto entre expertos y a la incorporación de nuevas evidencias para mejorar la salud pública y la calidad de vida de millones.