A más de dos meses del histórico 10 de junio de 2025, cuando la Corte Suprema de Justicia de Argentina ratificó la condena de seis años de prisión y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK), el país trasandino aún procesa las réplicas del sismo político y judicial. La sentencia, que cerró el capítulo judicial de la emblemática “Causa Vialidad”, lejos de clausurar el debate, lo intensificó, trasladando el campo de batalla de los tribunales a la arena política y a las calles. Hoy, con Fernández de Kirchner cumpliendo su pena en su departamento de Buenos Aires, la pregunta que resuena no es sobre su culpabilidad legal, sino sobre las consecuencias políticas de un fallo que divide a la sociedad argentina en dos interpretaciones irreconciliables.
La confirmación del fallo por el máximo tribunal fue el clímax de un largo proceso que comenzó en diciembre de 2022. La acusación central fue la de administración fraudulenta en la adjudicación de obras viales en la provincia de Santa Cruz, su bastión político, durante sus mandatos (2007-2015). La defensa de la exmandataria siempre sostuvo que no existían pruebas directas y que las decisiones sobre el presupuesto eran actos de gobierno, no judiciales, refutando la figura de asociación ilícita que finalmente fue desestimada.
La reacción al fallo fue inmediata y polarizada. Por un lado, el gobierno de Javier Milei y sus adherentes celebraron la decisión como un triunfo de la República y el fin de la impunidad. “Justicia. Fin”, fue el escueto pero contundente mensaje del presidente. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, reforzó la idea: “El que las hace, las paga”. Esta perspectiva ve el veredicto como la culminación de un proceso con todas las garantías, que demuestra que nadie está por sobre la ley.
Por otro lado, el kirchnerismo y sus aliados activaron una narrativa de persecución y proscripción. Calificando a los jueces de “monigotes” y al proceso de “lawfare” (guerra judicial), CFK se posicionó como una víctima del poder económico y mediático, trazando paralelos con otros líderes de la izquierda regional como Luiz Inácio Lula da Silva. Sus abogados anunciaron de inmediato que recurrirían a instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La respuesta más potente, sin embargo, provino de sus bases: el 18 de junio, una masiva manifestación en la Plaza de Mayo bajo el lema “Argentina con Cristina” demostró que su capital político sigue intacto. Desde su reclusión, la propia expresidenta envió un mensaje grabado prometiendo: “Vamos a volver”.
El núcleo del conflicto reside en dos visiones antagónicas sobre la naturaleza del fallo:
El caso de Cristina Kirchner no es un hecho aislado. Se inscribe en una larga tradición de la política argentina marcada por liderazgos carismáticos y polarizantes, y por la historia del peronismo, un movimiento que a menudo ha construido su épica desde la resistencia y la proscripción. La detención de Juan Domingo Perón en 1945 es un mito fundacional que resuena en el imaginario colectivo de sus seguidores.
No obstante, también sobrevuela el fantasma de Carlos Menem, cuyo poder político se diluyó tras su arresto domiciliario. La gran incógnita es cuál de estos dos destinos le espera a CFK. Analistas como Rosendo Fraga sugieren que la detención podría cohesionar al peronismo y fortalecer su figura, convirtiéndola en una mártir. Otros, como Sergio Berensztein, plantean que podría ser el inicio de una “muerte lenta como líder política”, abriendo paso a nuevas figuras como el gobernador bonaerense Axel Kicillof o el excandidato Sergio Massa.
Aunque la vía judicial en Argentina está agotada, el caso sigue vivo. La defensa de CFK ha elevado la disputa a foros internacionales, buscando una condena al Estado argentino. Políticamente, la situación es de una tensa calma. Cristina Kirchner, desde su reclusión domiciliaria, continúa siendo un actor central, como lo demostró su consulta a la justicia sobre si podía o no salir a saludar desde su balcón, una clara señal de su intención de no retirarse de la vida pública.
El peronismo se encuentra en una encrucijada: debe decidir si se encolumna detrás de su líder caída en desgracia judicial o si aprovecha la coyuntura para una renovación. Para el gobierno de Milei, la condena es una victoria simbólica, pero también un desafío: sin su némesis predilecta en la papeleta, deberá construir su capital político sobre la gestión y no solo sobre la confrontación. El veredicto de los tribunales ha sido dictado, pero el veredicto de la historia y de la política argentina aún está por escribirse.