Hace unos meses, la noticia del fallecimiento de Elizabeth Ogaz (61) circuló con la misma rapidez que la hizo famosa. Para muchos, fue un recordatorio abrupto de que detrás del meme de "la vístima", de las risas y los remixes, había una persona real, con una vida y una vulnerabilidad que el torbellino digital había invisibilizado. Hoy, con la distancia del impacto inicial, su historia nos obliga a una pausa reflexiva. Más allá del lamento, su partida abre un debate necesario sobre el costo humano de la fama viral, la ética de los medios y la responsabilidad de una sociedad que consume personas como si fueran contenido efímero.
El origen es conocido. En 2019, en medio de la polémica separación del expresidente de la ANFP, Sergio Jadue, y María Inés Facuse, un matinal de Canal 13 buscaba la opinión de los vecinos en La Calera. Allí, Elizabeth Ogaz, con una honestidad frontal, sentenció: "Yo la veo que ella se está haciendo la vístima". Ese error de pronunciación, un detalle casi trivial, fue el detonante. En cuestión de horas, su rostro y su voz se convirtieron en propiedad pública. El fragmento fue editado, musicalizado y transformado en un símbolo cultural para describir a quien se victimiza.
La viralización fue total. Aparecieron fondas con su nombre, poleras con su frase y remixes que sonaron en fiestas a lo largo de Chile. Ogaz fue invitada a programas de televisión, donde parecía tomarse con humor su repentina notoriedad. Sin embargo, esta exposición no se tradujo en una mejora sustancial de su calidad de vida. Mientras su imagen generaba clics e interacciones, Elizabeth seguía siendo una mujer de La Calera enfrentando una batalla silenciosa contra la diabetes, una enfermedad crónica que finalmente, tras una herida infectada y una amputación, derivó en la septicemia que le quitó la vida. La ironía es dolorosa: la mujer que se convirtió en sinónimo de victimización falsa, fue una víctima real de un sistema de salud precario y de una fama que le dio visibilidad pero no soporte.
El fenómeno de "la vístima" se puede analizar desde múltiples ángulos, generando una disonancia cognitiva que vale la pena explorar.
El caso no es un hecho aislado. Se inscribe en el resurgimiento de una farándula que, como señaló un reciente análisis de BioBioChile, parece ser un ciclo interminable en la cultura chilena. Tras un período de latencia post estallido social de 2019 —el mismo año en que nació el meme—, el interés por la vida ajena ha vuelto con fuerza, a menudo sin filtros éticos. La tensión entre los humoristas de "Dinamita Show" ventilada en vivo o las confesiones de figuras públicas se consumen con avidez, demostrando que la vida personal sigue siendo un espectáculo rentable.
Elizabeth Ogaz fue, quizás, la versión más cruda de este modelo: una ciudadana común convertida en espectáculo sin haberlo pedido. Su legado, por tanto, trasciende el meme. Es un caso de estudio sobre la fragilidad de la identidad en la era digital y sobre la responsabilidad que nos cabe a todos —medios y audiencias— en el trato que damos a las personas que, por azar, caen en el ojo público.
Elizabeth Ogaz ha fallecido, pero las preguntas que su vida y muerte plantean siguen vigentes. Su historia cerró un ciclo biológico, pero abrió un debate ético que, como sociedad, aún no hemos resuelto. ¿Dónde termina el humor y empieza la humillación? ¿Qué obligaciones tenemos hacia aquellos a quienes convertimos en nuestros héroes virales de la semana? La "vístima" ya no puede responder, pero su silencio nos interpela directamente. Quizás el mayor homenaje a su memoria sea, precisamente, dejar de reír por un momento y empezar a pensar.