A más de un mes de la muerte del Papa Francisco, el estruendo de las campanas y los lamentos de los fieles han dado paso a un silencio analítico. Superado el impacto inicial, que paralizó desde el fútbol en su natal Argentina hasta las agendas políticas en Europa, emerge la oportunidad de examinar con distancia el legado de Jorge Mario Bergoglio. Su pontificado, que comenzó en 2013 con la promesa de un aire nuevo desde el "fin del mundo", concluyó dejando una Iglesia Católica profundamente transformada, pero también fracturada. La pregunta que resuena en los pasillos del Vaticano y en las comunidades de base no es solo qué hizo Francisco, sino qué de su obra perdurará y qué será disputado en el cónclave que elegirá a su sucesor.
El pontificado de Francisco fue una constante tensión entre dos identidades. Por un lado, el pastor con "olor a oveja", que lavaba los pies de reclusos, llamaba por teléfono a desconocidos y abría las puertas del Vaticano a quienes la propia Iglesia había marginado. Un ejemplo palpable de esta faceta fue su relación con una comunidad de prostitutas transexuales en Roma. Durante la pandemia, no solo les proveyó de alimentos y vacunas, sino que les ofreció un reconocimiento que, para ellas, significó "recobrar la fe". Como relató una de ellas, Marcela, a Radio Cooperativa, el Papa les recordó que "somos todos iguales ante los ojos de Dios", un gesto que encapsula su evangelio de la misericordia.
Por otro lado, emergió el Francisco diplomático y actor global. Su encíclica _Laudato si'_ se convirtió en un documento de referencia para el movimiento ecologista mundial, trascendiendo las fronteras de la fe. Sin embargo, sus intervenciones políticas no estuvieron exentas de controversia. Mientras el presidente ruso, Vladimir Putin, lo elogiaba como un "defensor del humanismo" por su búsqueda de diálogo, sus declaraciones sobre la guerra en Ucrania, como la sugerencia de "izar una bandera blanca", provocaron la indignación de Kiev y el desconcierto de sus aliados occidentales. Este Papa, que criticaba el "capitalismo salvaje", no temía entrar en el terreno de lo político, generando tanto adhesiones como fuertes resistencias.
El legado de Francisco es un espejo de las divisiones del mundo contemporáneo. En Francia, la clase política reflejó este espectro. El presidente Emmanuel Macron lo despidió como un "gran líder espiritual", mientras la izquierda, con Jean-Luc Mélenchon a la cabeza, celebraba su conexión con la Teología de la Liberación y su defensa de los migrantes. En la vereda opuesta, la ultraderecha mostró su incomodidad. Éric Zemmour llegó a calificar su pontificado como "una prueba de fe para algunos católicos", esperando que el Espíritu Santo "ilumine a su sucesor" en una dirección diferente, sobre todo en temas como la inmigración, que Jordan Bardella consideraba que el Papa, por ser argentino, no comprendía en su dimensión europea.
Desde una perspectiva chilena, la exministra Mariana Aylwin destacó en el Diario Financiero su capacidad para "tocar el corazón de la humanidad, de moros y cristianos". Aylwin subraya una transformación clave: su visita a Chile en 2018. Tras una defensa inicial del obispo Juan Barros, que generó un rechazo masivo, Francisco reconoció sus "graves errores" de apreciación, marcando un antes y un después en su abordaje de la crisis de abusos sexuales y demostrando una capacidad de rectificación inusual para la figura papal.
El papado de Francisco no puede entenderse sin el contexto de la crisis que heredó: una Curia Romana sacudida por escándalos financieros y de poder (Vatileaks) y una Iglesia global cuya credibilidad estaba devastada por los abusos. Su elección como el primer Papa jesuita y latinoamericano fue en sí misma una señal de ruptura. Su proyecto fue descentralizar el poder, dar más protagonismo a las conferencias episcopales locales y enfocar la misión de la Iglesia no en la defensa de una fortaleza doctrinal, sino en ser un "hospital de campaña" para las heridas de la humanidad. Esta visión, aunque inspiradora para muchos, fue interpretada por sectores tradicionalistas como una relativización de la doctrina, generando una oposición interna que operó con fuerza durante todo su pontificado.
Con la muerte de Francisco, la Iglesia Católica no solo se enfrenta a la elección de un nuevo líder, sino a una encrucijada fundamental. El Colegio Cardenalicio que él mismo moldeó, con purpurados de geografías y perfiles inéditos, deberá decidir el rumbo a seguir. ¿Optarán por la continuidad del modelo pastoral y reformista de Bergoglio, eligiendo a una figura que profundice su legado de apertura y sinodalidad? ¿O prevalecerá la visión de quienes, como la ultraderecha francesa, anhelan un retorno a un papado más centrado en la certeza doctrinal y la defensa de la identidad católica tradicional? El próximo cónclave no será solo una elección de nombres, sino una batalla por el alma de la Iglesia del siglo XXI, una institución que Francisco dejó más dialogante y global, pero también más polarizada e incierta que nunca.