
En los últimos días, la escalada del conflicto entre Rusia y Ucrania ha alcanzado una nueva dimensión con el uso masivo de drones y misiles dirigidos principalmente contra infraestructuras energéticas. Entre el 31 de octubre y el 8 de noviembre de 2025, ambos bandos han lanzado más de 1.000 drones y decenas de misiles, causando daños materiales significativos y afectando el suministro eléctrico y de gas en varias regiones.
El ciclo comenzó con ataques ucranianos contra instalaciones energéticas rusas en las regiones de Oriol, Vladimir, Yaroslavl y Kursk, donde 130 drones y misiles de crucero impactaron centrales térmicas y subestaciones. Según reportes oficiales rusos, aunque la defensa aérea derribó la mayoría de drones, algunos fragmentos provocaron daños y cortes temporales en el suministro eléctrico, afectando a la población civil. La Marina ucraniana confirmó estos ataques, destacando que apuntan a debilitar la logística militar rusa.
En respuesta, Rusia intensificó sus bombardeos contra Ucrania, lanzando más de 450 drones y 45 misiles entre el 7 y 8 de noviembre, con énfasis en infraestructuras energéticas y civiles. El presidente ucraniano Volodimir Zelenski denunció que estos ataques buscan generar un "doble terror", golpeando no solo la infraestructura sino también a los trabajadores que intentan repararla. Las regiones de Dnipro, Kirovohrad, Mykolaiv, Sumy, Chernihiv y Odesa han sido las más afectadas, con víctimas civiles y daños materiales.
Desde el punto de vista político, este intercambio de ataques ha generado posturas encontradas. Por un lado, Ucrania exige mayores sanciones y apoyo militar internacional, especialmente para adquirir misiles de largo alcance que puedan equilibrar el conflicto. Por otro, Rusia mantiene que sus acciones son una respuesta legítima a los ataques ucranianos, acusando a Occidente de armar a Kiev para prolongar la guerra.
"El único lenguaje que Putin entiende es el de la presión, a través de sanciones y capacidades de largo alcance", afirmó Zelenski, mientras que el Kremlin insiste en que no hay base para acusaciones de ataques indiscriminados y señala que sus defensas aéreas han neutralizado la mayoría de amenazas.
En el terreno humano, esta guerra tecnológica no solo destruye infraestructura sino que también impacta vidas. Más allá de las cifras oficiales, testimonios de civiles afectados por cortes de electricidad en invierno y relatos de trabajadores energéticos que arriesgan su vida para restaurar el servicio muestran la dimensión trágica del conflicto.
Este episodio también evidencia una transformación en la naturaleza de la guerra: el uso masivo de drones y ataques dirigidos a la infraestructura crítica redefine el concepto de seguridad nacional y plantea nuevos desafíos para la protección civil y la estabilidad económica.
En conclusión, la escalada de ataques con drones y misiles entre Rusia y Ucrania no solo prolonga el conflicto bélico sino que además profundiza la crisis humanitaria y energética en ambos países. La pugna por el control de infraestructuras vitales se ha convertido en un campo de batalla estratégico, donde las consecuencias trascienden lo militar y afectan directamente a la población civil. La comunidad internacional enfrenta así un dilema complejo: cómo apoyar a Ucrania sin ampliar el conflicto y cómo gestionar las sanciones para presionar a Rusia sin agravar el sufrimiento de millones.
Este capítulo reciente del conflicto deja claro que, lejos de resolverse, la guerra tecnológica y energética seguirá siendo un escenario de confrontación con múltiples actores, narrativas y consecuencias que demandan análisis profundo y atención sostenida.