
En octubre de 2025, las excavadoras comenzaron a demoler completamente el ala este de la Casa Blanca, un espacio que tradicionalmente ha albergado las oficinas de las primeras damas y otras dependencias históricas. Este acto, ordenado por el presidente Donald Trump, forma parte del ambicioso proyecto de construir un nuevo salón de baile de más de 8.300 metros cuadrados con capacidad para casi 1.000 personas. El costo estimado supera los 300 millones de dólares, financiados íntegramente por donaciones privadas, según la Casa Blanca.
El mandatario, con pasado de promotor inmobiliario, ha impulsado este megaproyecto con la promesa de que no afectará a los contribuyentes, recibiendo aportes de 37 donantes, entre ellos gigantes tecnológicos como Amazon, Apple, Google, Meta, y figuras vinculadas a la política republicana. "El nuevo salón de baile será financiado por patriotas generosos y por un servidor", afirmó Trump, quien incluso organizó una cena exclusiva para los donantes en octubre pasado, generando críticas sobre posibles conflictos éticos y el uso del acceso político para recaudar fondos.
Expertos legales, como Richard Painter, exabogado jefe de ética de la Casa Blanca, calificaron el mecanismo como una "pesadilla ética", destacando la tentación que implica un espacio tan amplio para la recaudación de fondos políticos y el acceso privilegiado a la administración. Aunque no hay evidencia de un quid pro quo, la magnitud y el modelo de financiamiento han despertado suspicacias.
Historiadores, arquitectos y organizaciones patrimoniales han expresado su profunda preocupación. "Están destruyendo historia para siempre", señaló Martha Joynt Kumar, politóloga y profesora emérita, mientras que el National Trust for Historic Preservation calificó la demolición como una acción que debería haber pasado por un proceso público de revisión y consulta, indispensable para preservar la integridad histórica de la Casa Blanca, un monumento nacional con 225 años de historia.
Chelsea Clinton, hija de un expresidente demócrata, denunció el proyecto como un "desprecio hacia la historia", recordando que la Casa Blanca es la "Casa del Pueblo" y que las modificaciones radicales sin participación de expertos y sin revisión histórica son inquietantes, sobre todo en vísperas del 250 aniversario del país.
Trump ha defendido el proyecto con fervor, describiendo el ruido de la construcción como "música para mis oídos", y asegurando que el salón de baile es una necesidad para albergar grandes eventos, cenas de Estado y visitas oficiales, algo que, según él, sus predecesores desearon durante más de 150 años sin concretarlo.
Sin embargo, el contraste es notorio: mientras la Casa Blanca ha tenido remodelaciones históricas, como las realizadas por Theodore Roosevelt, Harry Truman, Jacqueline Kennedy y Barack Obama, ninguna ha implicado una demolición total de una ala histórica ni un gasto de esta magnitud sin transparencia pública.
El proyecto se inserta en un contexto político polarizado. Para los partidarios de Trump, es una muestra de patriotismo y renovación; para sus detractores, una expresión de autoritarismo y ostentación que ignora el valor simbólico y democrático de la Casa Blanca.
Además, la polémica refleja tensiones más amplias sobre el uso del poder, la ética en la política y la relación entre patrimonio y modernidad. La Casa Blanca, más que una residencia, es un símbolo de la democracia estadounidense, y su transformación ha abierto un debate sobre cómo se honra o se vulnera ese legado.
- La demolición del ala este representa un cambio irreversible en la estructura de la Casa Blanca, afectando un patrimonio histórico nacional.
- El financiamiento privado, sin precedentes en su escala y perfil, plantea dilemas éticos sobre acceso y poder político.
- La controversia ha exacerbado la polarización política en Estados Unidos, simbolizando una disputa entre visiones del país y su historia.
En definitiva, este episodio es más que una obra arquitectónica: es un espejo de las tensiones y desafíos que enfrenta la democracia estadounidense en el siglo XXI, donde la historia, la política y la ética se entrelazan en un escenario de poder y simbolismo que seguirá resonando mucho después de que las máquinas de demolición hayan terminado su trabajo.