Han pasado más de dos meses desde la noche del 10 de abril, pero el eco de la tragedia en el Estadio Monumental sigue resonando. Lo que debía ser una fiesta deportiva en el marco de la Copa Libertadores se transformó en un punto de inflexión para el fútbol chileno. La muerte de dos jóvenes hinchas de Colo Colo, Martina Riquelme (18) y Mylán Liempi, en las inmediaciones del recinto, no fue solo un titular de 24 horas; fue el catalizador que forzó la suspensión del esperado Superclásico contra Universidad de Chile y obligó a autoridades, clubes y a la sociedad a confrontar una herida abierta: la ineficacia del Estado para garantizar la seguridad en los estadios y el poder fáctico de las barras bravas.
La cronología de los hechos revela una cadena de fallas sistémicas. La tragedia ocurrió en un contexto de caos, con una presunta avalancha de hinchas intentando ingresar sin entrada. Mientras las familias de las víctimas acusaban desde el primer momento una responsabilidad directa de Carabineros, el partido contra Fortaleza comenzaba, solo para ser suspendido más tarde por la invasión de la cancha por parte de miembros de la Garra Blanca.
La respuesta institucional fue inmediata pero reactiva. Al día siguiente, y ante la presión de alcaldes como Sebastián Sichel (Ñuñoa) y un informe lapidario de Carabineros que advertía sobre la imposibilidad de garantizar el orden público —sumado a amenazas de la barra alba y la coincidencia con los funerales de los jóvenes—, la Delegación Presidencial de la Región Metropolitana suspendió el Superclásico. La decisión, aunque celebrada por algunos como un acto de prudencia, fue calificada por Universidad de Chile como “un triunfo para los violentos”, evidenciando la primera de muchas fracturas en la lectura de los hechos.
El sismo institucional no se detuvo. La renuncia de la jefa de Estadio Seguro, Pamela Venegas, fue solo el preludio del anuncio más significativo: el 14 de abril, el ministro de Seguridad, Luis Cordero, declaró el fin del plan Estadio Seguro, un programa que, tras 14 años de implementación, fue calificado por el propio gobierno como un “fracaso”. Esta admisión abrió un profundo debate sobre las responsabilidades políticas, con la oposición exigiendo la salida del delegado presidencial Gonzalo Durán, mientras el oficialismo defendía su gestión argumentando que el problema era histórico y estructural.
El episodio dejó al descubierto un complejo entramado de visiones contrapuestas que van más allá de la rivalidad deportiva:
Es imposible comprender la tragedia del Monumental como un hecho aislado. Es el capítulo más reciente de una historia de más de tres décadas de violencia en el fútbol chileno. Las barras bravas, que surgieron en los años 80 y 90, llenaron un vacío social en las poblaciones, pero también se convirtieron en ejércitos privados con lógicas de poder, control territorial y, en muchos casos, vínculos con el narcotráfico.
Leyes como la de Violencia en los Estadios (1994) y programas como Estadio Seguro (2012) han fracasado en erradicar un fenómeno que ha mutado y se ha fortalecido. La relación histórica y ambigua entre dirigentes de clubes, políticos y líderes de las barras —a través de financiamiento, entradas o favores— ha creado una dependencia perversa que dificulta cualquier solución real. Lo ocurrido en abril no es una anomalía, sino la consecuencia previsible de un problema sistémico que el país ha sido incapaz, o no ha querido, resolver de raíz.
A más de 60 días de los hechos, el fútbol chileno sigue lidiando con las secuelas. La investigación penal sobre la muerte de Martina y Mylán avanza lentamente, con un carabinero imputado y otros dos como testigos, mientras sus familias esperan justicia. El plan Estadio Seguro ha sido desmantelado, pero aún no se presenta una nueva institucionalidad que ofrezca garantías de no repetición.
Colo Colo ya cumplió parte de sus sanciones deportivas y económicas, y el Superclásico finalmente se jugó semanas después, pero la mancha de la suspensión persiste como un símbolo de la fragilidad del sistema. La pregunta fundamental sigue en el aire y resuena con más fuerza que nunca: ¿quién realmente tiene el control del espectáculo más popular de Chile? La tragedia del Monumental demostró que, por ahora, la respuesta no es tranquilizadora.