
Un presupuesto que divide y revela prioridades.
El proyecto de Presupuesto 2026 fue presentado el pasado octubre y desde entonces ha generado un debate intenso y polarizado. En esencia, el gasto efectivo se incrementa en torno a un 2,5%, similar al crecimiento esperado del PIB, pero con una caída real del 13% en inversión pública, un dato que ha encendido las alarmas entre expertos y sectores productivos.
Luis Larraín, economista de Libertad y Desarrollo, señala que “el aumento en gasto de personal y bienes y servicios desplaza la inversión, afectando el potencial de crecimiento económico”. Esta afirmación se sustenta en cifras que muestran un crecimiento del gasto en personal estatal del 50% en la última década, sin mejoras claras en la calidad ni eficiencia de los servicios públicos.
Por otro lado, el gobierno defiende el presupuesto como una herramienta para mantener la estabilidad y avanzar en reformas sociales. Desde el Ministerio de Hacienda, explican que “el ajuste en inversión responde a la necesidad de priorizar programas sociales y mantener cuentas ordenadas dentro de un contexto económico complejo”.
Este contraste se refleja en la arena política, donde sectores de derecha y centro derecha insisten en la urgencia de una austeridad fiscal más estricta, alertando sobre una deuda pública que, según ellos, está parcialmente oculta bajo mecanismos contables creativos como bonos de reconocimiento y capitalizaciones de empresas estatales.
Rodrigo Valdés, exministro de Hacienda, advierte que “existe una deuda no declarada que compromete la sostenibilidad fiscal futura y que debe ser considerada al evaluar el presupuesto”.
En cambio, voces más cercanas al oficialismo argumentan que las prioridades sociales y la necesidad de reactivar la economía postpandemia justifican un gasto público expansivo, aunque reconocen que el equilibrio fiscal es un desafío pendiente.
Desde la sociedad civil, el debate se traslada a las consecuencias concretas: mientras algunos sectores demandan mayor inversión en infraestructura y empleo para impulsar el crecimiento, otros valoran el aumento en recursos para educación superior y programas sociales, aunque cuestionan la eficiencia del gasto.
En resumen, el Presupuesto 2026 expone un choque de visiones sobre el rol del Estado en la economía y la forma de garantizar la sostenibilidad fiscal sin sacrificar el bienestar social. La tensión entre austeridad y expansión no solo es técnica, sino que refleja una disputa política y social profunda sobre el modelo de desarrollo que Chile quiere seguir.
Este episodio deja en evidencia que las decisiones presupuestarias no son solo números, sino un campo de batalla donde se confrontan intereses, ideologías y visiones de país, con consecuencias que se sentirán en el mediano y largo plazo.
La verdad que emerge es que, más allá de las cifras y discursos, el país enfrenta un dilema estructural: cómo equilibrar la responsabilidad fiscal con las demandas sociales crecientes, sin hipotecar el futuro económico ni el bienestar presente.