
El 10 de octubre de 2025, el Congreso peruano destituyó a Dina Boluarte con un contundente respaldo unánime, en una jugada que no sorprendió a quienes siguen la convulsa historia política del país vecino. La exmandataria, que llegó a la presidencia tras la caída de Pedro Castillo, se convirtió en la mandataria con la aprobación más baja en la historia reciente de Perú, con apenas un 3% según encuestas Ipsos. Su gestión estuvo marcada por una crisis de inseguridad sin precedentes, que incluyó más de 1.700 homicidios en 2025 y el atentado mortal contra una orquesta de cumbia en un recinto militar, hechos que precipitaron su caída.
La vacancia por "incapacidad moral permanente" fue el instrumento legal utilizado para removerla, un mecanismo que en Perú ha sido empleado reiteradamente en los últimos años, reflejando la fragilidad institucional y la ausencia de mecanismos democráticos de revocación directa. Este procedimiento, a diferencia de la revocatoria, no involucra a la ciudadanía, sino que queda en manos de un Congreso que es la institución peor valorada en el país.
La reacción de Boluarte fue la de una figura que se aferra a su arraigo nacional. En su primera aparición pública tras la destitución, afirmó que no piensa abandonar Perú, desmintiendo rumores de asilo y negando responsabilidad en las múltiples investigaciones fiscales que enfrenta, que incluyen acusaciones de corrupción y violaciones a los derechos humanos durante la represión de protestas que dejaron al menos 49 muertos.
La destitución no ha calmado las aguas. La figura que asumió la presidencia, José Jerí, un joven político con escaso respaldo electoral y cuestionamientos éticos, enfrenta el desafío de gobernar un país que parece condenado a la inestabilidad. La Generación Z peruana, que ha protagonizado protestas masivas desde hace meses, expresa escepticismo y cansancio ante la sucesión de líderes que no representan un cambio real. “Estamos acostumbrados a las crisis, pero ahora sacan a Dina y ¿qué pasa? Nada”, resume Piero Meza, un universitario de 17 años.
Desde una perspectiva política, la destitución refleja una pugna entre el Congreso y el Ejecutivo, donde la falta de acuerdos y la polarización han paralizado cualquier intento de reforma estructural. La ausencia de liderazgos sólidos y la corrupción enquistada en las instituciones alimentan un ciclo de crisis recurrentes que erosiona la confianza ciudadana y ahuyenta la inversión.
Regionalmente, Perú no es un caso aislado. Países como Brasil, Bolivia y Honduras han experimentado dinámicas similares, donde la destitución de presidentes sin reformas profundas solo agrava la inestabilidad. La democracia en América Latina enfrenta el desafío de fortalecer sistemas de control, rendición de cuentas y participación ciudadana efectiva para evitar que la alternancia en el poder se convierta en un espectáculo vacío.
En definitiva, la caída de Dina Boluarte es un síntoma más de una crisis sistémica que va más allá de nombres y cargos. Mientras no se aborden las raíces estructurales —corrupción, inequidad, desconfianza institucional—, el país seguirá atrapado en un ciclo donde la política se convierte en un juego de maniobras tácticas y cortoplacistas, y la ciudadanía, en una expectadora hastiada de tragedias ajenas.
2025-10-13