A comienzos de julio de 2025, el Senado de la República aprobó por unanimidad la ley que concede la nacionalidad por gracia a Yunerki Ortega Ponce. Meses después de que su nombre se hiciera conocido por abandonar la delegación cubana durante los Juegos Parapanamericanos Santiago 2023, Ortega dejaba de ser un solicitante de refugio para convertirse, legalmente, en chileno. Su emoción, capturada por los medios —“lo que siento es más grande que un oro olímpico”—, cerraba un capítulo personal de incertidumbre y abría otro de promesa deportiva para el país.
Sin embargo, a más de 60 días de este hito, la historia de Ortega trasciende la anécdota del deporte. Su caso se ha convertido en un espejo que refleja las profundas y, a menudo, contradictorias tensiones de la sociedad chilena contemporánea en torno a la migración, la identidad y el mérito.
La trayectoria de Yunerki Ortega es la de un atleta de alto rendimiento que, según sus propias palabras, se sentía un “gladiador” en su Cuba natal, compitiendo para un sistema que no le ofrecía beneficios ni futuro. Su decisión de no regresar, planificada con sigilo, lo llevó a deambular por Santiago tras dejar la Villa Panamericana en la madrugada del 19 de noviembre de 2023. Lo que siguió fueron meses de precariedad, viviendo en Maipú y dependiendo de la ayuda de terceros.
Su situación cambió gracias a la intervención de una red de apoyo que incluyó al abogado Mijail Bonito y a la diputada y exatleta Érika Olivera, quien impulsó el proyecto de ley para su nacionalización. El argumento central, tanto en la Cámara como en el Senado, fue su “extraordinaria contribución” potencial al deporte nacional. Ortega, un laureado para-nadador, se reinventó en Chile como para-triatleta, con la mira puesta en los Juegos Paralímpicos de Los Ángeles 2028.
El Estado chileno, a través de sus poderes colegisladores, actuó con celeridad. El mecanismo de nacionalidad por gracia, reservado para extranjeros que han prestado “grandes servicios” a la República, se activó, sumando a Ortega a una lista de deportistas de origen cubano, como el luchador Yasmani Acosta o el atleta Santiago Ford, que hoy compiten bajo la bandera chilena.
La celebración del nuevo estatus de Ortega coexiste con realidades que invitan a una reflexión más crítica y menos complaciente. Su caso ilumina al menos tres narrativas en tensión:
El caso Ortega no es un hecho aislado. Se enmarca en un proceso de transformación demográfica y cultural acelerado. Chile ha pasado de ser un país de emigración a un receptor neto de migrantes, lo que ha puesto a prueba sus instituciones y su cohesión social. La figura de la nacionalidad por gracia, aunque legal, funciona como un atajo simbólico que elude las complejidades del sistema migratorio regular, a menudo lento y burocrático.
Al otorgar la ciudadanía a figuras como Ortega, el país parece buscar héroes que refuercen una imagen positiva de sí mismo: una nación abierta, meritocrática y atractiva. Sin embargo, esta acción también plantea interrogantes sobre la definición misma de la chilenidad. ¿Es un derecho de suelo (jus soli), de sangre (jus sanguinis) o, como en este caso, un premio a la excelencia? La respuesta no es única y se disputa a diario en la política, en la calle y en los hogares.
Yunerki Ortega es hoy un ciudadano chileno con plenos derechos, entrenando para cumplir su promesa de llevar al país a un podio paralímpico. Su historia personal ha encontrado un final feliz. Sin embargo, el debate que su figura cataliza sigue completamente abierto.
Su travesía desde La Habana hasta el Palacio de La Moneda obliga a Chile a mirarse a sí mismo y a cuestionar si la bienvenida que se le da a un atleta de élite es la misma que se ofrece a quienes, sin medallas que ofrecer, solo buscan una oportunidad. La respuesta a esa pregunta definirá no solo el futuro de la política migratoria, sino el carácter de la nación que Chile aspira a ser en el siglo XXI.