Han pasado más de sesenta días desde que la carrera presidencial fue sacudida por una frase. En una entrevista radial, la candidata de Chile Vamos, Evelyn Matthei, calificó el golpe de Estado de 1973 como "necesario" para evitar que Chile se convirtiera en "Cuba", y añadió que durante los primeros años del régimen militar, entre 1973 y 1974, "era bien inevitable que hubiesen muertos".
Hoy, con la polvareda mediática ya asentada, las consecuencias de aquellas palabras son palpables y van más allá de la indignación inicial. El episodio no fue un simple error no forzado; actuó como un catalizador que aceleró procesos internos, expuso fisuras en todo el espectro político y obligó a la campaña de Matthei a una reorganización profunda, culminando con el nombramiento del exdiputado Diego Paulsen (RN) como su jefe de campaña. Lo que comenzó como una declaración sobre el pasado, terminó por definir el presente y futuro de su postulación.
La reacción a los dichos de Matthei fue inmediata y multidireccional, revelando las complejas y a menudo contradictorias interpretaciones que coexisten en Chile sobre su historia reciente.
Desde el oficialismo y la centroizquierda, la condena fue unánime. La ministra del Interior, Carolina Tohá, replicó que "el asesinato, el secuestro y la tortura nunca son necesarios", mientras que la candidata socialista Paulina Vodanovic sentenció: "No hay matices ante el horror: o se lo condena, o se es cómplice". Para este sector, las palabras de Matthei cruzaron una línea roja fundamental para la convivencia democrática: la relativización de las violaciones a los derechos humanos.
Sin embargo, la crítica más inesperada provino de su propio flanco. Desde la derecha más dura, figuras como Johannes Kaiser y José Antonio Kast no la defendieron, sino que la acusaron de "oportunismo electoral". Su lectura fue que Matthei, históricamente percibida como una figura de la derecha más moderada, intentaba hacer un guiño a un electorado más conservador que ellos representan, cuestionando la autenticidad de su postura.
Dentro de su propia coalición, Chile Vamos, las declaraciones generaron una profunda incomodidad, especialmente en sectores de Evópoli, que vieron en ellas un retroceso en el esfuerzo del conglomerado por consolidar una derecha moderna y desmarcada del legado de la dictadura. La preocupación latente era que estos dichos pudieran alienar al electorado de centro, clave para cualquier victoria presidencial.
La respuesta de Evelyn Matthei a la crisis fue doble. Primero, a través de sus redes sociales, emitió un comunicado donde, sin retractarse de la idea de un "quiebre inevitable", aseguró que "nunca he justificado ni justificaré las violaciones a los derechos humanos". Atribuyó la crisis de 1973 a un "fracaso colectivo" y acusó a la izquierda de "distorsionar groseramente" sus dichos, contraponiendo su postura con la del Partido Comunista respecto a regímenes como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Esta defensa, sin embargo, no logró contener el impacto político. La controversia se sumó a otros tropiezos comunicacionales, generando una percepción de desorden y falta de estrategia que encendió las alarmas en su sector. La secretaria general de la UDI, María José Hoffmann, llegó a admitir que la campaña "tocó fondo en el desorden".
La consecuencia más visible de esta "semana para el olvido" fue la aceleración de una decisión largamente postergada: la designación de un jefe de campaña. La elección de Diego Paulsen, un político de una generación más joven, con fama de dialogante y militante de Renovación Nacional, fue interpretada como un movimiento estratégico para imponer orden, profesionalizar el comando y equilibrar las fuerzas dentro de la coalición. Su nombramiento marcó el fin de una etapa de campaña personalista y el inicio de una fase más estructurada, diseñada para minimizar la improvisación y contener el "estilo Matthei", conocido por su carácter visceral.
El episodio ha dejado lecciones duraderas. En primer lugar, demostró que, a más de 50 años, el golpe de Estado sigue siendo un clivaje político fundamental y un terreno de alta sensibilidad. No es un tema que pueda ser utilizado tácticamente sin consecuencias.
En segundo lugar, expuso el dilema estratégico que enfrenta la derecha chilena: cómo hablarle a su base más dura, que aún reivindica el régimen militar, sin perder al votante moderado indispensable para ganar una elección. Las palabras de Matthei intentaron, quizás, transitar por ese estrecho corredor, pero terminaron por colisionar con ambas paredes.
Finalmente, la controversia ha instalado de manera permanente la memoria histórica como un eje central del debate presidencial. Ya no se trata solo de programas de gobierno o propuestas económicas; las declaraciones de Matthei han recordado a los electores que la visión de un candidato sobre el pasado es también una declaración sobre el tipo de futuro que busca construir. La discusión ya no es si el pasado importa, sino cómo se narra y qué revela esa narrativa sobre el liderazgo que se ofrece al país.