Han pasado más de sesenta días desde que los cielos de Cachemira se iluminaron con el fuego de la “Operación Sindoor”. La retórica bélica inmediata se ha disipado, pero la tensión en la frontera indo-pakistaní persiste como una cicatriz latente. Lo que fue presentado al mundo por Nueva Delhi como una serie de “ataques de precisión” contra infraestructura terrorista, hoy, con la distancia del tiempo, se analiza a través de sus consecuencias más profundas: la muerte de civiles, la ruptura de frágiles acuerdos diplomáticos y el reforzamiento de narrativas irreconciliables que alejan, aún más, la posibilidad de una paz duradera en una de las regiones más militarizadas del planeta.
El conflicto no nació con las bombas del 6 de mayo. Su origen reciente se remonta al 22 de abril, cuando un ataque terrorista en la zona turística de Pahalgam, en la Cachemira administrada por India, cobró la vida de 26 personas. Sin presentar pruebas concluyentes de manera pública, el gobierno indio del Primer Ministro Narendra Modi no tardó en señalar a Pakistán como patrocinador del atentado.
La respuesta no fue solo militar, sino una escalada multidimensional. En los días siguientes, se activó una ofensiva diplomática y económica: expulsión de diplomáticos, suspensión de visados y, de manera crítica, la suspensión unilateral del Tratado de Aguas del Indo de 1960, un acto que Islamabad calificó como un potencial “acto de guerra” por sus devastadoras implicancias para la agricultura pakistaní. Paralelamente, se desató una guerra informativa: el 4 de mayo, India bloqueó el acceso a los principales medios de comunicación paquistaníes y a las cuentas en redes sociales de figuras políticas opositoras, buscando controlar el relato de los hechos.
El clímax llegó en la madrugada del 6 de mayo. Bajo el nombre de “Operación Sindoor”, la fuerza aérea india bombardeó nueve objetivos en territorio pakistaní y en la Cachemira administrada por Islamabad. El comunicado oficial indio describió la acción como “centrada, mesurada y de naturaleza no escalatoria”. Sin embargo, esta narrativa se fracturó rápidamente. Fuentes pakistaníes, corroboradas por reportes internacionales, informaron de la muerte de al menos 26 civiles y 46 heridos, incluyendo víctimas en una mezquita en Bahawalpur. La “precisión” del ataque quedó en entredicho, revelando el trágico costo humano de la operación.
Para comprender la profundidad del abismo, es fundamental analizar las perspectivas de cada actor, no para buscar una neutralidad imposible, sino para exponer la lógica que guía sus acciones.
Este episodio no es un hecho aislado. Es el capítulo más reciente de un conflicto que se remonta a la partición del subcontinente indio en 1947. La región de Jammu y Cachemira, de mayoría musulmana pero gobernada por un príncipe hindú que optó por unirse a India, ha sido el epicentro de dos de las tres guerras libradas entre ambos países. La Línea de Control (LoC) que divide la región es una frontera de facto, no reconocida y perpetuamente tensa.
La escalada de 2025 guarda ecos de la crisis de 2019, cuando un atentado en Pulwama provocó bombardeos indios en Balakot (Pakistán) y un posterior combate aéreo. Asimismo, la decisión de India en 2019 de revocar el Artículo 370, que otorgaba un estatus semiautónomo a Cachemira, alteró profundamente el status quo, incrementando el descontento local y la desconfianza de Pakistán.
Hoy, la fase de combate directo ha cesado, pero las consecuencias perduran. Las relaciones diplomáticas están en su punto más bajo. El Tratado de Aguas del Indo sigue suspendido, proyectando una sombra de inseguridad hídrica y alimentaria sobre Pakistán. La guerra de narrativas ha solidificado las divisiones, haciendo que el diálogo sea casi imposible. La región de Cachemira vive en una calma precaria, donde la paz no es la ausencia de guerra, sino un intervalo incierto entre una crisis y la siguiente.