A más de dos meses de que los usuarios de Awto recibieran el sorpresivo correo que anunciaba el fin de sus operaciones, el eco de su partida aún resuena. No en las calles, donde sus más de mil vehículos ya no circulan, sino en los portales de remate. La subasta de su flota, iniciada a fines de abril, es el epílogo tangible de un proyecto que durante casi una década encarnó la promesa de una movilidad urbana más inteligente y sostenible. El cierre de Awto, más que la simple quiebra de una startup, se ha convertido en un caso de estudio sobre los verdaderos desafíos que enfrenta la innovación en transporte en Chile, un debate que se despliega entre la nostalgia de sus usuarios y las duras lecciones de mercado.
Awto irrumpió en 2016 como una solución disruptiva: en lugar de poseer un auto, que en promedio pasa el 97% del tiempo estacionado, los ciudadanos podían suscribirse a un servicio y arrendar uno por minutos u horas. La propuesta era atractiva: reducir la congestión, optimizar el uso de vehículos y ofrecer una alternativa más económica que los taxis o las aplicaciones de ride-hailing. La empresa, respaldada por el Grupo Kaufmann, creció hasta operar en varias ciudades y expandirse a Brasil.
Sin embargo, el modelo de negocio, intensivo en capital por la necesidad de comprar y mantener una flota propia, enfrentó una tormenta perfecta. Primero, la competencia feroz de plataformas como Uber, Didi y Cabify, cuyo modelo asset-light (sin activos propios) les permitía escalar con menores costos y mayor flexibilidad. Luego, la pandemia redujo drásticamente la demanda. Pero los problemas más profundos eran estructurales: los altos costos operativos, que incluían mantención, seguros, y costosos convenios por estacionamientos exclusivos, se sumaron a una creciente ola de fraudes, suplantaciones de identidad y robos de vehículos, que llegaron al punto de desmantelar parte de su flota para venderla ilegalmente. La fallida ronda de financiamiento en 2024 fue el golpe de gracia para una operación que, pese a seguir creciendo en usuarios, no logró la sostenibilidad financiera.
El caso de Awto no es aislado. Se suma al recuerdo de la salida de Mobike y la precarización de otros servicios de micromovilidad, dibujando un patrón que invita a cuestionar si el paradigma de la “economía compartida” ha encontrado un techo cultural y económico en el país.
La caída de Awto alimenta una narrativa de escepticismo. Como señaló el decano Pablo Allard, podría ser un síntoma de una etapa inmadura del modelo en nuestro contexto, donde ni la infraestructura ni la cultura ciudadana estaban completamente alineadas con la idea de compartir bienes de alto valor. Desde esta óptica, el problema no es la tecnología, sino su compleja implementación en una realidad urbana con desafíos propios.
Sin embargo, una mirada al resto del ecosistema ofrece una disonancia cognitiva que obliga a matizar el diagnóstico. Apenas unas semanas después del cierre de Awto, Cabify anunció una inversión de 25 millones de dólares para convertirse en el transporte oficial del Aeropuerto de Santiago, adquiriendo una flota de 50 vans. Este movimiento sugiere que el futuro no es el fin de la movilidad como servicio, sino su especialización y consolidación en nichos de alta rentabilidad y con reglas claras. Cabify no apuesta por el modelo de carsharing abierto y disperso de Awto, sino por un servicio regulado, con un punto de origen y destino definido, y un flujo de clientes constante. Es la evolución desde la disrupción caótica hacia la integración formal en el sistema de transporte.
Un tercer enfoque, ineludible, apunta al clima regulatorio. La llamada “Ley Uber” (Ley 21.553), promulgada en abril de 2023, sigue en un limbo. A mediados de 2025, el Ministerio de Transportes (MTT) aún no publica el reglamento definitivo ni entrega las especificaciones técnicas para que las plataformas implementen el registro de conductores y vehículos. Las propias empresas acusan “incertidumbre y retraso”, mientras que analistas critican que la ley, al exigir requisitos como cilindradas mínimas o licencias profesionales, busca asimilar los nuevos servicios a la lógica del taxi tradicional, en lugar de fomentar la innovación. Este vacío y la rigidez anticipada del marco legal crean un ambiente hostil para la inversión, especialmente para modelos de negocio que, como el de Awto, ya operan con márgenes ajustados.
El fin de Awto no es el fin del sueño de una ciudad menos dependiente del auto particular, pero sí es un duro golpe de realidad. Demuestra que la promesa tecnológica de la “economía compartida” se enfrenta a las barreras del mundo físico: costos, seguridad, logística y regulación. El debate que se abre no es si queremos una movilidad más inteligente, sino qué modelo es viable para alcanzarla.
Actualmente, el tema sigue en plena evolución. Mientras los autos de Awto encuentran nuevos dueños en subastas, el Ministerio de Transportes sigue trabajando en un reglamento que definirá las reglas del juego para todos. La apuesta de Cabify en el aeropuerto será un experimento clave a observar. La pregunta fundamental sigue abierta: ¿Fue Awto un pionero que llegó demasiado pronto, una víctima de sus propias debilidades operativas, o el primer damnificado de un entorno regulatorio que no sabe cómo encauzar la innovación? La respuesta, probablemente, es una compleja mezcla de las tres, y sus lecciones definirán el camino que tome la movilidad urbana en Chile durante la próxima década.