Lo que hace un par de meses se anunciaba como una alianza disruptiva entre el poder político de Washington y la innovación de Silicon Valley, hoy es un espectáculo de acusaciones cruzadas que se ventila sin filtro en redes sociales. La relación entre el Presidente Donald Trump y el magnate Elon Musk pasó de una colaboración estratégica en el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) a una ruptura virulenta, dejando en evidencia las frágiles costuras que unen a dos de las figuras más impredecibles del escenario estadounidense. Más allá del duelo de egos, el colapso de esta relación ofrece una radiografía sobre la colisión entre la lógica empresarial, la lealtad política y la influencia de la tecnología en la esfera pública.
La historia comenzó en abril de 2025, cuando Trump nombró a Musk para liderar el recién creado DOGE. La misión: aplicar la mentalidad de Silicon Valley para recortar el gasto fiscal y la burocracia. Para Trump, era un golpe de efecto que sumaba a un ícono de la innovación a su gobierno. Para Musk, una oportunidad de influir directamente en la maquinaria estatal. Sin embargo, la luna de miel fue breve.
Las primeras grietas aparecieron en el frente corporativo. Los inversionistas de Tesla comenzaron a mostrar su inquietud. Con los beneficios de la compañía cayendo un 71% en el primer trimestre y las ventas globales a la baja, la dedicación de Musk a su rol en Washington se convirtió en un foco de conflicto. La presión del mercado fue tal que, a principios de mayo, la junta directiva de Tesla tuvo que desmentir públicamente los rumores sobre la búsqueda de un nuevo CEO.
El punto de no retorno fue un ambicioso proyecto de ley de recortes fiscales impulsado por Trump. Musk, quien se suponía debía velar por la eficiencia del gasto, lo criticó duramente, argumentando que dispararía el déficit. El 29 de mayo, su renuncia a DOGE se hizo oficial. Lo que siguió fue una escalada de hostilidades públicas. Musk calificó la ley como una “abominación repugnante”, a lo que Trump respondió con desdén, llamándolo “el hombre que ha perdido la cabeza”. La disputa alcanzó su clímax con Musk amenazando con desmantelar la cápsula Dragon de SpaceX —clave para la NASA— y Trump sugiriendo que el comportamiento del empresario se debía al consumo de drogas, además de advertirle sobre “pagar consecuencias” si apoyaba a candidatos demócratas.
El quiebre no puede entenderse desde una sola óptica. Cada actor y grupo de interés lo interpretó según su propia agenda:
El enfrentamiento entre Trump y Musk no es un hecho aislado, sino el síntoma de una era donde los líderes tecnológicos acumulan un poder que rivaliza con el de los Estados. A diferencia de los barones industriales del pasado, figuras como Musk poseen no solo una inmensa fortuna, sino también plataformas de comunicación masiva que les permiten moldear la opinión pública de manera directa. Este episodio demuestra cómo una alianza puede construirse y destruirse a través de tuits, exponiendo la fragilidad de los pactos políticos en la era digital y la creciente tensión cuando el poder económico de un individuo desafía la autoridad del poder político formal.
A más de dos meses del inicio de la disputa, la reconciliación parece una quimera. Pese a tímidos intentos de mediación por parte de figuras como el inversionista Bill Ackman, las declaraciones de Trump han cerrado la puerta a cualquier acercamiento, calificando la ruptura como permanente. El conflicto ha mutado de un desacuerdo político a una vendetta personal con consecuencias impredecibles. Queda por ver si las amenazas de Trump se materializarán en acciones contra las empresas de Musk, especialmente SpaceX y sus contratos gubernamentales, y cómo este quiebre reconfigurará las alianzas entre la élite tecnológica y el poder político de cara a las próximas elecciones.