
El Salvador bajo Nayib Bukele ha transitado un camino abrupto hacia la concentración autoritaria del poder político, la militarización social y la redefinición radical del orden democrático. Tras más de tres años de estado de excepción, el régimen ha logrado una reducción histórica de homicidios, pero a un costo que trasciende las cifras: la erosión sistemática de garantías constitucionales, la criminalización de opositores y defensores de derechos humanos, y la destrucción de comunidades vulnerables.
Desde marzo de 2022, El Salvador permanece bajo un régimen de excepción prorrogado 42 veces, con más de 89.000 detenciones, según datos oficiales. Este marco legal ha suspendido derechos fundamentales, facilitando arrestos arbitrarios y un sistema penal sin garantías mínimas, según denuncias de organismos internacionales como la CIDH y Human Rights Watch.
En agosto de 2025, el Congreso, dominado por el partido oficialista Nuevas Ideas, aprobó una reforma constitucional que extiende el mandato presidencial a seis años, elimina el balotaje y permite la reelección indefinida de Bukele. Esta reforma fue calificada por la oposición y organizaciones civiles como un golpe a la democracia y una ruptura del orden constitucional. Bukele defendió la medida argumentando que la reelección indefinida es común en países desarrollados, aunque sin reconocer que allí existen contrapesos institucionales independientes.
“El problema no es el sistema, sino que un país pobre se atreva a actuar como uno soberano”, afirmó Bukele, denunciando un doble estándar internacional.
La llegada de la capitana Karla Trigueros, oficial del Ejército, al Ministerio de Educación simboliza la extensión del autoritarismo a las aulas. Desde agosto de 2025, las escuelas públicas aplican medidas estrictas de disciplina, incluyendo uniformes impecables, cortes de cabello militarizados y la prohibición del lenguaje inclusivo. Cientos de estudiantes han sido expulsados o detenidos bajo acusaciones relacionadas con pandillas, muchas veces sin pruebas claras.
Docentes consultados reconocen mejoras en orden, pero alertan sobre la falta de criterios pedagógicos y el clima de miedo instaurado. Organismos de derechos humanos denuncian que estas medidas criminalizan a jóvenes y vulneran derechos básicos.
El ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, sostiene que la MS-13 y el Barrio 18 están desarticulados y que El Salvador ha logrado una reducción histórica en homicidios. Un informe confidencial de la Policía Nacional Civil señala que quedan aproximadamente 230 clicas activas y unos 4.682 pandilleros no detenidos, con un 40% fuera del país.
Visitas a colonias históricamente controladas por pandillas revelan una aparente calma y disminución de violencia visible. Sin embargo, expertos y organizaciones sociales advierten que la estructura criminal no ha desaparecido, sino que se ha fragmentado y ocultado, mientras que la población vive bajo un régimen de miedo y control social.
“Lo que queda son mareros, no maras”, sintetiza el investigador Luis Enrique Amaya, mientras que la directora de la ONG SSPAS, Verónica Reyna, alerta sobre el alto costo en derechos humanos de esta “guerra permanente”.
En paralelo, proyectos inmobiliarios y turísticos impulsados por el gobierno han acelerado el despojo de tierras a comunidades pobres, indígenas y asentamientos informales. El caso emblemático de Primero de Diciembre, en Soyapango, muestra cómo una inmobiliaria reclama propiedad sobre tierras habitadas por cinco mil personas desde hace dos décadas, exigiendo pagos inalcanzables y amenazando con desalojos.
Organizaciones como MILPA denuncian que esta dinámica se repite en al menos 45 comunidades y que el régimen de excepción se utiliza para silenciar protestas y desalojar a los más vulnerables, en un patrón que combina arbitrariedad judicial y represión policial.
La presión sobre periodistas, defensores de derechos humanos y activistas ha escalado hasta provocar un éxodo masivo. Decenas de periodistas han salido del país ante amenazas y detenciones arbitrarias, mientras que figuras emblemáticas como las abogadas Ruth López y Enrique Anaya permanecen encarceladas bajo acusaciones cuestionadas. La recién aprobada Ley de Agentes Extranjeros añade un nuevo mecanismo para controlar y restringir la labor de la sociedad civil.
El modelo Bukele es un experimento autoritario que ha logrado una reducción significativa de la violencia homicida, pero a costa de sacrificar la democracia, el estado de derecho y los derechos humanos. La concentración ilimitada de poder, la militarización de la vida cotidiana y el uso sistemático de la represión han generado un clima de miedo y exclusión social.
Si bien las maras han sido debilitadas en su estructura visible, la violencia y la inseguridad no han desaparecido, solo se han transformado y desplazado. El despojo de comunidades pobres y la criminalización de la disidencia configuran una agenda paralela de control social y económico que amenaza la cohesión social.
Este escenario plantea preguntas inquietantes sobre los límites entre seguridad y autoritarismo, la viabilidad de modelos de gobernanza basados en la exclusión y la represión, y los costos humanos y sociales de la “paz” impuesta.
En definitiva, El Salvador es hoy un laboratorio político donde se pone a prueba la resistencia de las instituciones democráticas y la capacidad de la sociedad para reclamar derechos frente a un poder que se redefine a sí mismo como incuestionable.
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Fuentes: BBC News Mundo, El País, La Tercera, Cooperativa.cl, informes de la CIDH, testimonios de organizaciones locales y expertos independientes.