
El temblor que no solo estremeció el suelo venezolano, sino también su frágil estabilidad política, ocurrió entre la tarde del 24 y la madrugada del 25 de septiembre de 2025. Dos terremotos de magnitudes 6,2 y 6,3 sacudieron el occidente del país, especialmente el estado Zulia, con epicentro entre Mene Grande y Bachaquero. Las réplicas y movimientos menores continuaron, generando alarma en ciudades como Caracas, San Cristóbal y Mérida.
"Estábamos durmiendo y de repente sentimos que los vidrios de las ventanas crujían, todos en el edificio bajamos a la calle a esperar si venía otra réplica", relató Alicia de la Rosa, habitante de la capital, sintetizando el miedo colectivo.
Desde el punto de vista técnico, el Servicio Geológico Colombiano y el Servicio Geológico de Estados Unidos confirmaron la magnitud y superficialidad de los sismos, explicando que la región venezolana está en una zona de alta amenaza sísmica, donde aproximadamente un 80% de la población reside.
Pero la tragedia que pudo haber sido mayor quedó, por ahora, en daños materiales leves. El gobernador Luis Caldera informó sobre daños en hospitales y una iglesia emblemática de Maracaibo, sin víctimas fatales. El ministro del Interior, Diosdado Cabello, afirmó que no se reportaban daños mayores.
Sin embargo, la interpretación de estos hechos no es unánime ni se limita a la geología. Desde la oposición venezolana se alzan críticas hacia la gestión del régimen de Nicolás Maduro, señalando que la debilidad institucional y la falta de protocolos de emergencia agravan la vulnerabilidad social.
"La ausencia de un sistema efectivo de prevención y respuesta es parte de una crisis estructural que va más allá de la naturaleza", declaró una portavoz opositora, mientras organizaciones internacionales de derechos humanos remarcaron la necesidad de transparencia y ayuda humanitaria.
Por otro lado, sectores oficialistas destacan la rápida reacción gubernamental y la ausencia de víctimas, atribuyéndolo a la resiliencia del pueblo venezolano y a las medidas implementadas en los últimos años, aunque reconocen la necesidad de fortalecer la infraestructura.
En la sociedad civil, las voces oscilan entre el miedo y la resignación. Habitantes de Zulia, región petrolera y frontera con Colombia, denuncian la precariedad de los servicios básicos y la falta de apoyo estatal, mientras otros valoran la solidaridad comunitaria emergente tras el desastre.
Esta doble sacudida —natural y política— pone en evidencia una realidad compleja: Venezuela enfrenta una amenaza geológica constante en un contexto de crisis social y gobernabilidad debilitada. La conjunción de estos factores revela que las consecuencias de los terremotos no se miden solo en daños físicos, sino en la capacidad del Estado para proteger y reconstruir a su población.
Así, la historia de estos sismos es también la historia de un país que lucha por mantener su estabilidad en medio de múltiples desafíos. La lección es clara: la gestión del riesgo natural no puede desligarse de la salud institucional y social. En ese cruce se juega el futuro de Venezuela, con un pueblo que, entre el miedo y la esperanza, sigue en pie.