Dos meses después de que un silencio eléctrico paralizara la península ibérica, las luces de Madrid y Lisboa brillan con normalidad. El caos de los semáforos muertos, los metros detenidos y los comercios a oscuras es un recuerdo. Sin embargo, el apagón del 28 de abril de 2025 dejó una huella más profunda que la interrupción momentánea: desnudó la vulnerabilidad de una sociedad hiperconectada y planteó preguntas incómodas sobre la resiliencia de la infraestructura que la sostiene. Lejos del pánico inicial y las teorías conspirativas, el análisis reposado revela una historia compleja sobre fallas técnicas, transición energética y la necesidad urgente de repensar la seguridad de nuestras redes.
Todo comenzó al mediodía. En apenas cinco segundos, el sistema eléctrico ibérico perdió súbitamente 15 gigawatts de potencia, equivalente al 60% de la demanda en ese momento. El efecto fue inmediato y devastador. Millones de personas en España y Portugal quedaron sin energía, sumiendo al transporte, las comunicaciones y la actividad económica en el caos. El presidente español, Pedro Sánchez, llegó a pedir a los trabajadores no esenciales que permanecieran en sus casas, una medida que evocaba los días más duros de la pandemia, pero esta vez por una crisis de infraestructura.
Las consecuencias económicas no tardaron en cuantificarse. Un informe de CaixaBank estimó que el gasto de los hogares se desplomó un 34% durante el día del apagón, resultando en una pérdida neta de casi 400 millones de euros para la economía española. Este golpe financiero demostró que la electricidad no es solo una comodidad, sino el pilar sobre el que se edifican las transacciones y la productividad del siglo XXI.
En las primeras horas, el fantasma de un ciberataque a gran escala sobrevoló el debate público, alimentado por un contexto geopolítico tenso. Sin embargo, Red Eléctrica, el operador español, descartó oficialmente esta hipótesis al día siguiente. La investigación se desvió entonces hacia el corazón técnico del sistema.
La explicación que ha ganado más fuerza entre los expertos es la del “modelo del queso suizo”: no una causa única, sino una concatenación de fallos menores que se alinearon para provocar un colapso masivo. El origen parece estar en dos “desconexiones” casi simultáneas en el suroeste de España, una zona con alta concentración de generación de energía solar. Esto generó un debate sobre el rol de las energías renovables. Lejos de ser las culpables, su naturaleza intermitente presenta desafíos de gestión para una red diseñada en el siglo XX. El problema no fue el exceso de renovables, como aclaró el propio Sánchez, sino la capacidad del sistema para gestionar la variabilidad sin perder estabilidad. La red falló en su conjunto, no una fuente de energía en particular.
Esta perspectiva técnica contrasta con la narrativa política, que inicialmente mantuvo abiertas todas las hipótesis para luego centrarse en tranquilizar a la población y prometer que “esto no puede volver a pasar jamás”. La brecha entre la complejidad técnica y la simplicidad del mensaje político es un reflejo de la dificultad para comunicar riesgos sistémicos a la ciudadanía.
La crisis ibérica no es un evento exótico ni lejano. De hecho, funciona como un potente espejo para la realidad chilena. Mientras España y Portugal evaluaban los daños, en Chile se gestaba un capítulo similar. El 30 de junio, el Coordinador Eléctrico Nacional denunció formalmente a la empresa Interchile ante la Superintendencia de Electricidad y Combustibles (SEC) por fallas reiteradas en la línea Cardones-Polpaico. Esta es la misma infraestructura cuya falla provocó un masivo apagón en el país en febrero de 2025.
La situación en Chile subraya que la vulnerabilidad no es exclusiva de Europa. La denuncia del Coordinador apunta a una “indisponibilidad superior a los límites establecidos” y un “riesgo para la seguridad del Sistema Eléctrico Nacional”. Ambos casos, el ibérico y el chileno, revelan una verdad incómoda: la infraestructura de transmisión, esa “carretera” por la que viaja la energía, se ha convertido en el talón de Aquiles de la transición energética. De nada sirve generar grandes cantidades de energía limpia si no se puede transportar de manera segura y fiable hasta los centros de consumo.
El gran apagón ibérico está técnicamente superado, pero el debate que abrió sigue más vigente que nunca. La investigación ha pasado de buscar culpables a identificar las debilidades estructurales. La conclusión es clara: la resiliencia futura no depende de soluciones parciales, sino de una inversión masiva en la modernización de las redes, la digitalización de la gestión y la creación de marcos regulatorios que incentiven la seguridad por encima del costo. El apagón no fue el fin del mundo, pero sí una advertencia final. La pregunta ya no es si volverá a ocurrir, sino qué estamos haciendo, tanto en Europa como en Chile, para que la próxima vez que las luces parpadeen, el sistema no se venga abajo.