Lo que comenzó como un gesto de reparación histórica impulsado personalmente por el Presidente Gabriel Boric —la adquisición de la casa de Salvador Allende en Guardia Vieja 392 para convertirla en un museo— es hoy, varios meses después, un complejo entramado de consecuencias políticas, responsabilidades legales y desconfianzas profundas. Lejos de cerrar una herida, la iniciativa abrió una caja de Pandora que no solo costó el escaño senatorial de Isabel Allende, sino que también agrietó las relaciones dentro del oficialismo y puso bajo la lupa la delgada línea que separa el patrimonio histórico del uso del poder político. El tema, lejos de estar zanjado, ha mutado, extendiendo sus implicancias a otras transacciones y dejando una estela de preguntas sobre probidad y privilegios.
La cronología del descalabro es vertiginosa. La firma del contrato de compraventa a fines de 2024, autorizada por un decreto presidencial, contenía un vicio de origen insalvable: dos de las vendedoras, la entonces senadora Isabel Allende y la ministra de Defensa Maya Fernández, estaban constitucionalmente inhabilitadas para celebrar contratos con el Estado. Este error elemental desató una tormenta perfecta.
El primer gran damnificado fue el capital político del gobierno. La posterior declaración de la jefa jurídica de la Segpres, Francisca Moya, admitiendo que conocía la norma, transformó un posible descuido en una negligencia inexcusable, provocando la ira del Partido Socialista y de la propia Isabel Allende, quien, tras una reunión conciliatoria con el Presidente Boric, se sintió traicionada. La crisis escaló hasta el Tribunal Constitucional, que selló la salida de Allende del Senado, un hecho de alto impacto simbólico y político.
Paralelamente, una Comisión Investigadora en la Cámara de Diputados y la filtración de una llamada privada del exasesor presidencial Miguel Crispi —quien en un tono coloquial criticaba la insistencia de la familia Allende en la operación— expusieron las tensiones subterráneas entre el Socialismo Democrático y el Frente Amplio. La defensa del gobierno, articulada por el jefe de gabinete Carlos Durán, se centró en separar la nobleza del fin (recuperar la memoria) de los errores en los medios (la implementación), una distinción que no ha logrado calmar las aguas.
La fallida compraventa de Guardia Vieja se ha convertido en un prisma que refleja visiones irreconciliables:
El caso trasciende la anécdota para tocar fibras sensibles de la cultura política chilena. Pone en tensión el concepto de memoria histórica con las reglas de la probidad pública. ¿Puede un acto de reparación simbólica justificar atajos o descuidos administrativos? La controversia revela cómo la figura de Salvador Allende, unificador de la izquierda, puede también ser fuente de conflicto cuando su legado se cruza con intereses familiares, institucionales y transacciones con el Estado.
Asimismo, el episodio ha funcionado como un catalizador de las desconfianzas preexistentes entre las dos almas del gobierno, evidenciando diferentes culturas políticas y formas de ejercer el poder.
A meses del estallido de la polémica, el asunto está lejos de resolverse. El contrato de compraventa y los cheques emitidos siguen en una notaría, en un limbo legal. La demanda civil para anular no solo esta operación, sino también el traspaso del inmueble de la Fundación, sigue su curso, prometiendo nuevos capítulos. Políticamente, las heridas siguen abiertas y el costo para la imagen del gobierno y de la familia Allende es innegable. La casa de Guardia Vieja 392, que debía ser un lugar para recordar el pasado, se ha convertido en un incómodo monumento a los desafíos presentes de la política chilena.