
Desde un edificio de oficinas en San Francisco hasta islas del Caribe y bases militares en California, un grupo selecto de emprendedores tecnológicos está intentando materializar un sueño que desafía la lógica tradicional del Estado-nación: construir ciudades-Estado donde las reglas las pongan ellos. Laurence Ion, programador rumano y figura clave en este movimiento, dirige Viva City, una comunidad emergente que busca crear una jurisdicción especial para acelerar la innovación médica y tecnológica, eludiendo las regulaciones gubernamentales convencionales.
La idea central es simple y radical: crear un "Estado-red" (network state), una comunidad soberana basada en vínculos digitales y territorios físicos propios, que funcione al margen o incluso en competencia con los Estados tradicionales. Este concepto, popularizado por Balaji Srinivasan, exejecutivo de Coinbase, y apoyado por figuras como Vitalik Buterin y Peter Thiel, apuesta a que la tecnología y la descentralización pueden reconfigurar el mapa político mundial.
Pero la realidad es más compleja y contradictoria. Mientras Ion y sus colaboradores organizan eventos, construyen comunidades pop-up y buscan terrenos en el Caribe o Europa, el Estado-nación responde con sus propias reglas y soberanía. Próspera, una comunidad similar en Honduras, perdió su estatus de zona económica especial tras un cambio de gobierno y enfrenta una demanda multimillonaria.
Desde la óptica de los promotores, estos proyectos representan el futuro: un lugar donde la innovación se libera de la burocracia y la lentitud estatal, donde se atrae talento global y se impulsa la longevidad y la tecnología médica avanzada. "Pasé mucho tiempo en hospitales y sé lo que es sentirse frágil", dice Ion, justificando su urgencia por crear un espacio propio.
Sin embargo, críticos como Gil Durán, exconsultor político, alertan que esto puede ser una nueva forma de colonialismo tecnológico. "Suena a colonización 2.0. Cuando vas al país de otra persona y creas allí tu propio país, no importa tu excusa", afirma. La pregunta sobre quién será la clase trabajadora que sostenga estas comunidades, y si tendrá acceso real a sus beneficios, permanece sin respuesta clara.
Proyectos como Praxis, que pretende construir una ciudad tecnológica cerca de una base militar en California, articulan además una narrativa cultural explícita, reivindicando valores occidentales y una identidad heredera de Roma y Esparta. Esto introduce un componente ideológico que trasciende lo tecnológico y económico.
La conexión con movimientos políticos conservadores y libertarios en Estados Unidos, y el respaldo financiero de multimillonarios como Sam Altman, Joe Lonsdale y Marc Andreessen, muestran que estos emprendimientos no son solo experimentos sociales, sino apuestas estratégicas con impacto geopolítico.
Este fenómeno pone en evidencia una tensión creciente: la erosión de la confianza en el Estado-nación y la emergencia de nuevas formas de organización social y política basadas en la tecnología y el capital privado. No es un simple capricho utópico, sino una respuesta a problemas reales —regulación lenta, falta de acceso a innovación médica, y deseo de autonomía— que se traduce en la creación de enclaves con reglas propias.
Sin embargo, la exclusión social, la desigualdad y la soberanía territorial plantean desafíos profundos. ¿Quién queda fuera de estas ciudades-Estado? ¿Qué significa para la democracia y la justicia social que la membresía esté esencialmente a la venta? ¿Cómo responderán los Estados tradicionales a esta fragmentación?
En este duelo, los "hacedores" de Silicon Valley buscan construir un futuro a su imagen y semejanza, mientras el resto del mundo observa desde las gradas, expectante y dividido entre la fascinación y la preocupación. La tragedia no es solo la posibilidad de una sociedad excluyente, sino la incertidumbre sobre si esta nueva forma de organización podrá sostenerse sin fracturar aún más el tejido social global.